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PURO TEATRO

El segundo mejor ‘Otelo’

'Othello', de Nicholas Hytner, es uno de los grandes éxitos en el National londinense Adrian Lester y Rory Kinnear deslumbran, bien secundados por Olivia Vinall

Marcos Ordóñez
Escena de 'Othello', en el National Theatre de Londres.
Escena de 'Othello', en el National Theatre de Londres.Johan Persson

El mejor Otelo que he visto lo pillé (o me pilló) en el Donmar Warehouse de Londres hará cuatro años. Lo dirigía Michael Grandage y sus protagonistas eran Ewan McGregor, un Yago encantador, a contratipo, y por eso absolutamente creíble, y el impronunciable Chiwetel Ejiofor, que era un Otelo doliente como un oso cercado por avispas. El segundo mejor Otelo lo he visto este verano en el National Theatre, a las órdenes de su responsable, Nicholas Hytner, con Adrian Lester y Rory Kinnear, otra pareja excepcional.

Otelo es una de las obras más largas de Shakespeare (casi cuatro horas), pero en manos de Hytner avanza con la agilidad de un felino y la amenaza arácnida y fatal de una serie negra de Fritz Lang: no puedes escapar. Adrian Lester fue Enrique V en el espectáculo con el que Hytner tomó posesión del NT en 2003. Lester siempre ha rebosado carisma y autoridad instantánea, pero ahora roza ya lo presidencial. Su Otelo arranca sereno y aplomado, y es muy buena cosa que así sea porque la explosión posterior es enorme. Tiene una absoluta claridad de elocución y de sentimiento (suelen ir juntas), y envía sus monólogos como si estuviéramos a dos pasos, como una confidencia. Y estamos en el Olivier, uno de los teatros más grandes de Londres, lo más parecido a un palacio de congresos.

Rory Kinnear, al que recordarán como el atribulado primer ministro en el “episodio del cerdo” de Black Mirror, se consagró, también dirigido por Hytner y en el NT, con un Hamlet memorable, en 2010. A mí me hace pensar en un Gandolfini cockney. Su Yago utiliza el disfraz de “hombre simple, honesto y fiable”, pero con muchas balas envenenadas en la recámara. Tal como dibuja el personaje queda muy claro que no es un genio del mal sino un sociópata, hasta entonces controlado por la disciplina militar, que estalla un mal día y va improvisando sobre la marcha. Ves el rencor por no haber sido ascendido pero también sus simas oscuras: este hombre, aunque tal vez no lo sepa, odia la belleza, el amor y la felicidad ajena y ha de destruir todo eso. Retengo un gesto: Yago lanzando puñetazos de alegría al aire cuando sus maquinaciones comienzan a funcionar. La omnipresencia de lo castrense en el espectáculo me hace comprender que Otelo caiga en la trampa: es impensable que te traicione un compañero de armas, un hombre con el que has combatido.

En manos de Hytner, la obra avanza con la agilidad de un felino y la amenaza fatal de una serie negra de Fritz Lang

Vicky Mortimer, escenógrafa habitual de Hytner, ha levantado otro decorado portentoso. La acción comienza a las puertas de un pub, con Yago y Roderigo fumando y bebiendo cerveza. Vamos luego a una sala subterránea del Alto Estado Mayor, con maderas ministeriales, donde Otelo impone su ley ante las acusaciones de Brabantio. De ahí, a la enorme guarnición donde se desarrollará el grueso de la historia: hormigón (armadísimo), vallas electrificadas, altos focos derramando luz de sodio. Idea estupenda: los interiores “entran” montados en carros, avanzando como tanques. Espacios cerrados, de techo bajo. Hytner sitúa la borrachera de Casio en el vestuario de los soldados, donde coreografía una pelea brutal: se centuplica el efecto, porque mete a diez personas en un cubículo de 10×3 metros. La verdad asoma en cada detalle: a la mañana siguiente, Casio sufre un ataque de pánico y se golpea el diafragma mientras apenas alcanza a articular la frase “I lost my reputation”. En el despacho vacío de Otelo y Yago tiene lugar el primer encuentro entre Casio y Desdémona, auspiciado por Emilia. Realismo casi cinematográfico, que me recordó El príncipe de la ciudad de Lumet: archivadores, ventiladores, carteles en las paredes, y la implacable, helada luz de los fluorescentes. El hundimiento de Otelo sucede en los lavabos. El general vomita en una de las letrinas y se revela su epilepsia. Gag siniestro: Yago va a buscarle un vaso de agua y, como Otelo no despierta, se lo bebe de golpe, casi a la manera de Snoopy.

Olivia Vinall es una Desdémona muy joven, apasionada, frágil, llena de amor, perdida en un mundo eminentemente masculino: solo encuentra un breve refugio en Emilia, la esposa de Yago. También es una joya la escena de calma antes de la tormenta: las dos en el porche, bebiendo cerveza y cantando a dúo The Willow. Más detalles: el sonido de los grillos y cigarras que apuntalan la atmósfera de verano caluroso en Chipre; los halos de humedad en torno a las farolas, para sugerir bochorno.

Siempre me ha resultado un poco difícil de creer que una mujer tan lista como Emilia no se huela el engaño (y que no conozca mejor a su marido), pero Lindsey Marshal deja ver, muy sutilmente, que accede a la petición del pañuelo porque está intentando salvar su matrimonio. Y es impresionante su jupiterina embestida de furor contra Otelo y Yago, tanto monta monta tanto, cuando descubre la trampa y su propia culpa.

Me gusta que Roderigo (Tom Robertson) no sea un bobo de manual, como le pintaron durante siglos. Y está muy bien el Casio de Jonathan Bailey, aunque no tiene la intensidad de Tom Hiddleston en el Otelo de Grandage. Estas dos líneas, me doy cuenta, intentan retrasar la muerte de Desdémona, para mí la más atroz e insoportable de todo Shakespeare, porque es la muerte de una inocente. Es feroz su muerte y feroz su estructura: la estrangula pero no muere del todo, parece volver a la vida, pero no, pero no. Deseas tortura eterna para Yago y mil lentas muertes para Otelo. Recuerdo la alcoba diseñada por Vicky Mortimer, como una habitación de hotel cercano a un aeropuerto. Los muebles de Ikea, la media luz fría de las pesadillas. Y el detalle de las maletas sobre el armario, que parecen sugerir la provisionalidad de esa estancia, de ese amor, de todo. Un amor de paso, con salvaje fecha de caducidad. Recuerdo la oleada de silencio del público, silencio también estrangulado, conmovido, agolpado en la garganta, y pensé que ese público, culto, inglés, maduro, habría visto, probablemente, diez o veinte Otelos a lo largo de su vida, pero es que esa escena tiene mucho de ultima necat. Veo la platea del Olivier desbordada de gente enmudecida. Hay bofetadas para ver ese montaje, que estará en cartel hasta el 5 de octubre.

Othello, de William Shakespeare. Dirección: Nicholas Hytner. Intérpretes: Adrian Lester, Rory Kinnear, Olivia Vinall. Hasta el 5 de octubre.

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