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SEMI-FICCIONES / 2
Columna
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Salir como la marquesa

Vi con cierto asombro que se dirigía hacia mí directo, con la mano extendida, un ciudadano de rasgos faciales cuadrados

Enrique Vila-Matas
eduardo estrada

De inmediato sentí vergüenza al caer en la cuenta de la hora elegida. ¿Acaso no recordaba que Valéry renunció a hacer novelas porque éstas, según dijo, le obligaban a escribir líneas tan banales como “la marquesa salió a las cinco”?

¿Qué hacía saliendo a la hora burguesa, a las cinco? Habría sido mejor que me hubiera quedado en mi escritorio. Me pareció una fatalidad que, pretendiendo pasar por un escritor innovador, hubiera cometido el gran desliz de caer en hábitos tan convencionales. ¡Precisamente yo, que, el día anterior en la televisión, me había esforzado en definirme como escritor de semi-ficciones!

El nombre del nuevo género lo había encontrado en el New Yorker en una crítica de James Wood a una novela de Geoff Dyer en la que al parecer éste combinaba ficción con autobihografía. Por supuesto, no era Dyer quien había fundado la semi-ficción. De hecho, eran innumerables los precursores (Bernhard, Sebald, Teju Cole, por poner tres casos evidentes), pero seguramente al famoso Wood no le había apetecido incluir una lista interminable de antecedentes.

Como ansiaba sentir que viajaba por mi barrio, crucé una calle muy activa y enfilé un sórdido callejón que me sirvió de atajo para llegar a una vía principal. Nada más llegar a ésta, vi con cierto asombro que se dirigía hacia mí directo, con la mano extendida, un ciudadano de rasgos faciales cuadrados —un peatón cubista, pensé—, un señor de diferentes colores de piel en los brazos, feo a morir.

Sentí un ligero gran rechazo al estrecharle la mano a aquel monstruo, pero qué remedio, negársela habría dificultado las cosas.

—Me alegro de por fin poder saludarlo —dijo el peatón de rasgos cuadrados—. Y también de haberle visto ayer por televisión. Estuvo muy bien y me llenó de orgullo. Después de todo, estudiamos juntos en los jesuitas. Me llamo Boluda.

La complicidad con la que me miró me engañó inicialmente, pues hacía cuarenta años que buscaba a un Boluda que había sido mi amigo en los jesuitas de la calle Caspe en el centro de Barcelona. Pero pronto vi que era difícil, por no decir imposible, que aquel tipo —su configuración física lo impedía— pudiera ser el que buscaba, aunque tal vez fuera su hermano o tal vez su primo.

Boluda empezó a nombrarme los curas y profesores más carismáticos del colegio, algo que a mí no podía más que entusiasmarme, vibraba literalmente cuando —rara vez me llegaba esa oportunidad— podía contrastar con alguien la fuerza real de algunas emociones de otro tiempo.

¿No me acordaba del padre Juan Bautista Bertrán? La pregunta de Boluda me permitió explayarme acerca de mis recuerdos sobre aquel incomprendido profesor que nos leía en clase poemas italianos. Y cuando, poco después, apareció el nombre del padre Bosch, no tardé en asociarlo a un cura que acosaba a los niños y se suicidó una madrugada de niebla arrojándose al patio escolar desde el tejado del sórdido edificio… Había mucho que comentar sobre aquel turbio asunto, pero Boluda prefirió pasar página enseguida y evocar al padre Casulleras, el más humano y el único que había tenido una vida de mujeriego antes de entrar en los jesuitas, siempre tan tostado por el sol y tan duro en las clases de gimnasia.

Pues claro que lo recordaba. Me veía cada vez más animado, pero Boluda no me acompañaba en la alegría y pronto supe la triste causa: el padre Casulleras había tratado siempre de ridiculizarle o afeminarle ante los demás diciendo en clase de gimnasia que era un niño salido de un cuadro de Murillo.

Eso sí que era extraño, me dije, porque parecía imposible que alguna vez hubiera podido tener Boluda los suficientes rasgos finos para que alguien pudiera pensar que parecía un angelito del pintor Murillo…

Algo no iba bien ahí y, como si el mal estuviera en la hora elegida para salir de casa, empezó a ir peor cuando descubrí que el peatón cubista había ido siempre cinco cursos por debajo del mío y, por tanto, no le había visto antes en mi vida, pues en el colegio jamás me fijaba en los estudiantillos de cursos inferiores.

Me indigné, primero en silencio. Si me lo hubiera dicho antes, no habría perdido el tiempo con él. Me sentía rabioso y finalmente no pude contenerme —me ha llegado siempre al alma todo lo que se refiere a mis sagrados recuerdos del colegio— y le reproché que hubiera sido lo suficientemente ambiguo como para crearme la falsa impresión de que habíamos compartido aula. ¿Cómo se había atrevido a hacerme perder de aquel modo el tiempo siendo, además, tan feo? ¿Tan qué?, preguntó. Tan pringoso, dije. Imperturbable, quiso saber si creía yo tener la exclusividad de las semi-ficciones. Porque le parecía, dijo, que él también tenía derecho a introducir falsedades en lo verdadero. ¿O era que solo yo allí, el señorito, tenía licencia para aquello? Me dejó helado, sin palabras. ¿Tan mal le había sentado que le llamara feo? A veces aún creo que sigo allí, atónito, boicoteado, lelo, hundido mucho más allá de mis desastrosas cinco de la tarde.

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