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CINCO PIEZAS FÁCILES / y 5

Un airoso bergantín

El tío Túbal, del que recuerdo que tenía una mano metálica cubierta por un guante negro, vigilaba mis lecturas

luis tinoco

Abajo, en la plaza de Vega de Pas, ya era un poco otoño. Había que subir a los prados para encontrarse aún con el verano. Más arriba, en las cumbres, cuando en otros lugares ya había llegado definitivamente el otoño y las hojas amarilleaban, allá arriba, digo, el estío era aún exuberante; excursionistas y vacas intercambiaban voces y mugidos.

Luis Mantecón y yo, desde la terraza del bar, contemplábamos a las chicas en bañador que decían adiós al verano agitando toallas de colores. Las motos de trail atravesaban la plaza de regreso a sus cuarteles de invierno.

Mi amigo Luis Mantecón, el cazador de historias, permanecía callado. Di un suspiro y dije:

—El periódico me pide la última historia de la serie Cinco Piezas Fáciles. 850 palabras. No es mucho, pero eso lo hace aún más difícil, qué quieres que te diga.

—Ya has malgastado más de cien y todavía no has empezado.

Añadió:

—Un buen relato es la narración más corta entre dos puntos. Antes de nada, dime una cosa. ¿Guardas papeles, notas, cuadernos juveniles…?

Moví la cabeza.

—No, no conservo nada. Se perdieron.

Y añadí:

Mis primeras páginas fueron escritas ahí, al otro lado del paso de montaña, en la casona de los abuelos en la que veraneábamos sus diez hijos y los veintidós nietos; entre ellos yo mismo. Quiero decir, las primeras páginas escritas con voluntad de que fueran una historia. Comenzaban con algo así como: “Un airoso bergantín estaba llegando a puerto. Corría el año de 1700…”. Lo escribí de varias maneras y no avanzaba mucho. Unas veces el bergantín era goleta, en alguna de las redacciones el navío surcaba el mar con las velas al viento, en otras ya se estaba balanceando graciosamente en el puerto.

Uno de mis parientes, el tío Túbal, militar retirado, del que recuerdo que tenía una mano metálica cubierta por un guante negro, vigilaba mis lecturas. Me sometía a espionaje.

El suelo de madera avisaba cuando Túbal se acercaba a donde yo estuviera, intentando sorprenderme en no se sabe qué.

—Tú escribes. ¡Escribes cosas! Di la verdad.

En el comedor, me señalaba ante los asombrados familiares presentes, niños, niñeras, primos, tíos, abuelos.

—¡He visto papeles con su letra! ¡Pretende ser escritor!

Parecía una acusación. Y él tenía mucha autoridad en la familia.

Un buen día me encontró varios ejemplares de la revista satírica La Codorniz. Los rompió en mil pedazos, como si fuera el enemigo. En cambio, dejó intactas algunas novelas de Joaquín Belda y también de Dostoievski.

Le dejaban decidir sin resistencia, simplemente porque era más cómodo que alguien se responsabilizara del orden familiar.

Mi comienzo de historia desapareció también, suponía yo que requisada por Túbal. Después de eso, destruí yo mismo los borradores y tanteos que quedaron. No había nada punible en ellos, pero no quería que su mano de metal enguantado tocara ni uno solo de mis papeles.

Busqué la venganza. La noche de un día caluroso esperé a que Túbal dejara entornada la puerta de su dormitorio —que daba al balcón corrido al que se abrían varias habitaciones— para entrar mientras él dormía.

La mano, sin el fino cuero que la revestía, descansaba en un almohadón. Mi primera idea era escondérsela. Pero, de pronto, opté por la dentadura postiza colocada dentro de un vaso. Me la llevé como quien se lleva el despojo de un combate. La escondí en el cuarto de las bicicletas, bajo un montón de tuercas y engranajes.

Túbal no acusó a nadie de la desaparición de la dentadura. Aguantó el envite, simplemente hablaba lo menos posible para que no se le notara la falta de los dientes. En el comedor, sorbía la sopa con una pajita. Pero una noche, después de que los niños se acostaran, sacó unos papeles con su mano sana y los sujetó con la postiza. Acercó su cara a la mía y comenzó a leer:

—Un ai’oso bengatín e’taba iegando a pueto… Co’ía el año de milseteiento…— y continuó algunos renglones más.

Sacudió el escrito ante mis narices:

—¡Vaya, mie’da, una verd’aera mie’da!

Se quedó mirándome fijamente y yo le sostuve la mirada. Ninguno de los dos apartó los ojos, cada uno esperaba que lo hiciera el otro. Y así seguíamos, sin ponerle fin.

Luis se limpió las gafas con el reverso de la corbata.

—Sí, a veces es difícil salir de una situación como esa.

Se encendieron luces de colores al otro lado del río. Muchachas con el pelo recién lavado cruzaron la plaza. Después, se oyeron las motos y algo como un lamento lejano que bajaba del monte.

Se colocó las gafas de nuevo, y sus ojillos parpadearon al fondo de los redondeles de culo de vaso.

—Puedes empezar el relato con las frases que leyó tu primer admirador, ese Túbal. Y seguir, hombre, seguir con buen ánimo, a toda vela.

Manuel Gutiérrez Aragón es cineasta y escritor. Su última novela es Gloria mía (2012).

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