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SILLÓN DE OREJAS

Una recidiva y un recinto ominoso

A menos que se produzca un milagro, la próxima feria Líber se celebrará en el Madrid Arena Al jazz dedica Eric Hobsbawm un tercio de su estupenda recopilación 'Gente poco corriente'

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Se equivocó el maestro. A veces las cosas reincidentes no aparecen la primera vez como tragedia y la segunda como farsa, sino en ambas ocasiones como tontería. Y es que hay asuntos que (se) repiten más que el alioli. Ahí tienen, por ejemplo, esa reedición de Todas putas (Rey Lear), el libro de relatos de Hernán Migoya que causó tremendo alboroto cuando apareció hace ahora diez añitos (que han transcurrido repletos de tragedias y farsas, pero también de tonterías). A lo mejor lo recuerdan: lo publicó Ediciones del Cobre, cuya directora, Miriam Tey, había sido políticamente abducida por José María Aznar, que la había colocado al frente del Instituto de la Mujer, donde estaba cuando estalló el escándalo. Sí, ya veo que se acuerdan. Eran tiempos de campaña electoral municipal y autonómica y se armó la marimorena a cuenta de lo que algunas y algunos consideraron “apología de la violación”. El subidón de cabreo fue tan mayúsculo que los del PP, aquejados de un ataque de corrección política no menor al de sus adversarios, dejaron sola a la señora Tey, una respetable editora (había fundado El Bronce y, más tarde, El Cobre, dos sellos en los que se prestaba especial atención a literaturas no eurocentradas), que había sucumbido a la debilidad de dejarse convencer por el poder y el coche oficial. Insisto: la proximidad de las elecciones fue un dato fundamental en la virulencia del pifostio mediático, ya revuelto, y con mucho más motivo, por el asunto del Prestige. A un lado se acusaba a la directora —y al Gobierno— de machismo, sexismo, insensibilidad, etcétera: no olvidemos que la cifra de asesinatos de mujeres a manos de maridos y amantes ya formaba parte de nuestro cotidiano palmarés de horror. Y, al otro, se reprochaba a los críticos pulsiones liberticidas hacia la creación literaria. Al trapo del impostado debate acudimos casi todos, igual que esas mariposas heteróceras que se golpean una y otra vez contra la lámpara en las tórridas noches estivales en que ustedes —mis queridos improbables— y yo descansamos en el porche de nuestros hogares, tras haber acudido a uno de los bailes del gobernador de Misisipi. La señora Tey cometió el error de aceptar la retirada del libro a cambio de seguir en la poltronilla (quizás Aznar volvió a convencerla en la intimidad telefónica), lo que no calmó a casi nadie. Y, luego, tras los fuegos artificiales, Leteo hizo su trabajo y todo fue olvidándose. He repasado sucintamente la hemeroteca de entonces y el rubor amenaza con dejarme cicatrices en el rostro. Y ahora que aquel patético episodio ha pasado a breve nota a pie de página, he vuelto a releer en diagonal los relatos de aquel libro, reafirmándome en mi juicio de entonces. Se lo resumo: “Lo verdaderamente pavoroso de todo este asuntejo es que a propósito de esa colección de cuentos mediocres y prescindibles se haya montado semejante quilombo (…)”. Por lo demás, insisto: hay cosas que se repiten, como el alioli. ¿Quieren un ejemplo? Ahí va: este libro ya lo había encestado antes.

Jazz

Una de las pocas cosas que le alivian al pobre Antoine Roquentin, el diarista de La náusea, las cotidianas zozobras de su ser contingente es el jazz. Bueno, no exactamente: lo que le gusta es lo que le suena a jazz. Lo que escucha Roquentin y le sirve de bálsamo es, por cierto, Some of These Days, interpretada por Sophie Tucker (si tienen curiosidad pueden escucharla en YouTube), una bonita canción la mar de jazzy. Me he acordado de ella hojeando Jazz, Nueva York en los locos años veinte, de Robert Nippoldt y Hans-Jürgen Schaal, uno de esos volúmenes de escasa lectura, pero que quedan tan bien sobre la mesita baja del salón y en cuya producción el sello de Benedikt Taschen ha logrado merecida fama. El libro, bien ilustrado (por Nippoldt) y acompañado de un cedé que reúne composiciones de muchos de los grandes pioneros, pasa revista a la peripecia neoyorquina de músicos emigrados a la gran urbe del norte que encontraron en el Harlem renacido de los veinte el nicho adecuado para desarrollar su estilo: desde Jelly Roll Morton o Fats Waller a clásicos inmortales como Hawkins, Armstrong, Goodman, Ellington, Bechet. Al jazz era también muy aficionado el gran historiador Eric Hobsbawm (1917-2012), que dedica un tercio de su estupenda recopilación Gente poco corriente (reeditada por Crítica) a ese tipo de música, “una de las pocas manifestaciones de las artes mayores cuyas raíces están en las vidas de la gente pobre”. Tanto si son aficionados al jazz como si lo que les gusta es la prosa de uno de los maestros de la portentosa tradición británica de la historia narrativa, les recomiendo los artículos que dedica a Count Basie, Ellington o a la llegada del jazz a Europa.

Hoteles

Leo en Plano americano (Universidad Diego Portales), antología de perfiles y entrevistas de la reportera Leila Guerriero, unas declaraciones de Hebe Uhart (1936) —cuyo libro Visto y oído (ediciones de Adriana Hidalgo) recomiendo a todos los viajeros—, en las que la estupenda (y entre nosotros poco conocida) escritora argentina se refiere a los hoteles que prefiere: “A mí me gustan de tres estrellas, no más. El otro día la editorial me mandó a uno de Córdoba, que era de cuatro, y había un tipo abriéndote la puerta. No me gusta eso. Ya le dije a la editorial que la próxima vez me manden a uno de tres”. Ya ven: el sueño del departamento de mercadotecnia de cualquier editorial española. Sobre todo ahora, cuando, para ahorrar, hasta las patatas fritas y el vino (“español”) han sido extraditados de las presentaciones de libros, otra pérdida irreparable de nuestro miserable Zeitgeist.

Ahorro

Mi topo en el Ayuntamiento me sopla que, a menos que se produzca un milagro en forma de lluvia de euromillones, la próxima feria Líber se celebrará en (¡atención!) el Madrid Arena, de ominoso recuerdo. Si lo que se pretende es lanzar otro torpedillo contra la un tanto extravagante y bicéfala (dos sedes que se alternan, Madrid y Barcelona, para que nadie se enfade) feria profesional española, la ocurrencia no está mal. En la página web de la Federación de Editores se silencia ladinamente la movida, pero mi topo insiste en que las vacas gordas son especie extinguida y que ya no hay pelas para pagar a IFEMA. De modo que, al final, el gato al agua se lo va a llevar Madrid Arena, cuyo “recinto multiusos” (vale para un roto y un descosido), por cierto, fue construido sobre el espacio del antiguo Rockódromo de la Casa de Campo, muy cerquita del lago donde podría ahogarse el mencionado felino. Mi topo añade que, a menos que alguien se ponga las pilas a la velocidad del rayo, el lugar carece de las infraestructuras que requiere un evento como Líber, de modo que algunos editores ya han manifestado su preocupación. En cuanto al público general, la feria nunca movió a demasiado (algo más en Montjuïc que en el Campo de las Naciones), de modo que no hay que preocuparse demasiado. Por lo demás, espero que, de celebrarse allí el evento, a ningún feriante se le ocurra encender bengalas para mostrar su alegría por la marcha del negocio.

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