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Arraigo frente a fugacidad

En la arquitectura telúrica, los nuevos edificios desprecian la caducidad de lo novedoso para actualizar las tradiciones

Anatxu Zabalbeascoa
Dos vistas de la casa levantada por TEd’A Arquitectes en Sa Pobla.
Dos vistas de la casa levantada por TEd’A Arquitectes en Sa Pobla.

Una proliferación incesante de artistas acabaría con el arte. Provocaría su descrédito. Algo misterioso, escurridizo, singular y casi inalcanzable por definición no es ni democrático ni políticamente correcto: no está al alcance de todos. Tampoco está al alcance de cualquiera ser un buen artesano, atento, experimentado y fino. Pero una formación manual acerca esa posibilidad y, al contrario de una lluvia de artistas, una proliferación incesante de buenos artesanos no solo no acabaría con la artesanía. Todo lo contrario: crearía un mundo mejor.

El trabajo artesano implica, por definición, la mano del hombre, el cuidado de una persona. Esa mano y esos ojos son claves para la calidad de la vida cotidiana. Los trabajos de los artesanos —sean estos obreros, herreros, carpinteros o arquitectos— no figurarán en las portadas de las revistas que buscan edificios espectaculares como fuegos de artificio. Sin embargo, conocedoras de la responsabilidad de cuidar y tratar de mejorar las tradiciones, esas obras ofrecen continuidad con la vida frente a la interrupción que exigen las burbujas.

Como un “injerto en la tradición mediterránea” definen los arquitectos Jaume Mayol e Irene Pérez (TEd’A Arquitectes) la vivienda que han levantado en Sa Pobla (Mallorca), una casa nacida con capacidad de envejecer y de absorber el paso del tiempo en lugar de enfrentarse a él y deteriorarse con los años. La casa —construida en parte por su propietario, que levantó la fachada con cantos y tierra sacados del propio terreno— está pensada a partir de lo que existía en el lugar: un recinto de piedra y una fachada de marés, la piedra local. Así, su arquitectura viene de la tierra y busca volver a ella, arraigarse en el lugar.

La planta de la vivienda dibuja una cruz de estancias interiores en un volumen casi cúbico y así deja las esquinas vacías como patios y porches. Esa combinación de espacios interiores y exteriores recogidos por una misma carcasa exprime las posibilidades del espacio intermedio, el que ofrece mayor confort. Ni dentro ni fuera: es en esos lugares sombreados, o protegidos de los vientos, donde se vive mejor. Tal vez por eso, los autores de este proyecto aseguran que las arquitecturas capaces de absorber el paso del tiempo “son humanas: tienen arrugas y texturas”. Están, además, próximas a quienes las habitan. Y así, frente a las construcciones momentáneas y artificiosas que son flor de un día, ellos oponen su arquitectura telúrica, un hacer que valora lo que hay, lo que permanecerá y cómo vivirá lo construido. Se trata de saber envejecer frente al esfuerzo sísfico de intentar mantenerse eternamente joven. Esa sabiduría vital puede aplicarse a la arquitectura. Y el conocimiento de la tradición, frente a la arrogancia del desprecio por lo existente, abre la puerta a un acercamiento al paciente arte de enriquecerse, en lugar de estropearse, con el paso del tiempo.

Mayol y Pérez hablan de arquitecturas que “observan, entienden, traducen y actualizan la herencia de la tradición”.

Se trata de avanzar sin correr, de asumir la responsabilidad de una herencia. De tomar conciencia de que es mejor la evolución que la revolución. En las nuevas arquitecturas telúricas hay espacio para todos: artesanos, operarios y creadores. En ellas, por fin, la permanencia ha desbancado a la urgencia.

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