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El triunfo del halago

Esta edición de los Oscar deja claro el camino a seguir: lo que hay que hacer es decir lo que la Academia quiere escuchar

La directora de cine Kathryn Bigelow con Mark Boal, a su llegada a los premios Oscar.
La directora de cine Kathryn Bigelow con Mark Boal, a su llegada a los premios Oscar. Kevin Mazur (WireImage)

En el plano que cierra Argo —una colección de figuras articuladas de La guerra de las galaxias en la habitación del hijo del agente de la CIA Tony Mendez— puede descifrarse el motivo que ha llevado a la película de Ben Affleck a alzarse con el Oscar a la Mejor Película por encima de propuestas mucho más problemáticas como La noche más oscura, Lincoln, Django desencadenado, Amor y, por supuesto, esa radical The Master que ni siquiera fue nominada. Ese plano final alcanza la excelencia en el arte del halago (que es, también, el arte de la falacia): la política exterior norteamericana es un noble asunto propio de caballeros jedis, justo lo contrario de lo que cuenta, con frialdad notarial, la película de Kathryn Bigelow.

Affleck sostiene su idea con un discurso que juega con más eficacia inmediata que perdurable solidez la carta del sentido del espectáculo. La manera en que, en los créditos finales, Affleck subraya el parecido entre sus referentes y su emulación no hace más que poner de manifiesto la ingenuidad del conjunto: el cineasta se muestra como el aplicado alumno que aspira a matrícula de honor y que entrega un trabajo sin tachones ni borrones de Tippex, escrito con perfecta caligrafía, pero que, en el fondo, se sostiene sobre una mentira (o, por lo menos, una media verdad). La política exterior americana sólo puede contarse como una cosa de caballeros jedis si uno solo muestra una parte del asunto: esa micro aventura en la que todo salió bien. La imagen de Michelle Obama bendiciendo Argo cierra un círculo: el que se abrió con esa otra imagen que mostraba a su marido contemplando algo en fuera de campo. Ese algo que acabó siendo el clímax final de La noche más oscura, una película que escogió no contar las cosas como a sus interlocutores les gustaría escucharlas.

En esta gala de los Oscar lo que ha librado un pulso es el cine entendido como espejo que devuelve una imagen favorecedora o como espejo que devuelve una imagen incómoda. Tanto Django desencadenado como Lincoln se enfrentaban al mayor cargamento de culpa histórica de Estados Unidos. La película de Spielberg, a través del guion de Tony Kusher, se atrevía a plantear estimulantes preguntas sobre la corrupción usada para un buen fin en el juego democrático. Y Django articulaba su airado discurso político –que incluía el sacrificio de un arquetipo reprobable: el criado fiel- mediante un compromiso, ético y estético, con el cine de subgéneros situado en las antípodas del uso que hace Argo de su película-dentro-de-la-película. Tratar esa falsa película de ciencia ficción como cosa de friquis es una decisión que masajea el papanatismo cultural del espectador medio: en realidad, la falsa película que concibió Tony Mendez era una cosa bastante más seria, con nombres del prestigio de Roger Zelazny y Jack Kirby embarcados para darle espesor al asunto. Por lo menos, tanto Lincoln como Django desencadenado no se han ido del todo de vacío. Con todo, los premios que han recibido se mantienen dentro de cierta zona de seguridad, como el obtenido por Amor, película que si hubiese extendido su triunfo a otras categorías hubiese reforzado su poder para impugnar la larga tradición hollywoodense de edulcorar con falso sentimentalismo la representación de la muerte.

La victoria de Ang Lee como director también habla claro. La contrafigura de La vida de Pi —una película que invita a creer en Dios a través de la cháchara New Age y una estética evocadora de cuadro tridimensional saldado en un todo-a-cien oriental— era una película rechazada ya en la criba de las nominaciones. The Master, un trabajo que propone una estremecedora síntesis del alma americana a través del pulso entre los daños colaterales (espirituales) de toda guerra y la fe como discurso espectacular y embaucador, como objeto de consumo. Si alguien está más obsesionado en ganar un oscar que en firmar una obra honesta y capaz de encontrar un lugar para siempre en la historia del cine, esta edición de los premios deja bien claro el camino a seguir: lo que hay que hacer es decir lo que la Academia (y, por extensión, América) quiere escuchar. Y, por supuesto, tal y como quiere escucharlo.

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