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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Asombro, curiosidad y memoria

A Trías debemos una nueva mirada sobre la religión y la voluntad de legar a la cultura española un pensamiento organizado

La dedicación a la filosofía es una vocación extraña. No es, estrictamente hablando, una vocación o una profesión y, desde luego, no tiene nada que ver con eso que se enseña en las universidades; y menos aún con la ciencia, la técnica o la religión. Es un descubrimiento, que unas veces brota como una pasión y otras se parece a un desliz, un tropiezo como el de Tales, que cayó de bruces, concentrado como estaba mirando los astros en el firmamento. Un buen día alguien se reconoces mirando lo que hay, lo que está allí delante de sus ojos, pero desde un ángulo insólito y, de golpe, descubre que esa manera extraña de mirar o de preguntar es lo que nuestra cultura denominó filosofía. Una célebre observación atribuida a Aristóteles afirma que la filosofía surge del asombro y que, con el tiempo, el asombro se transforma en curiosidad insaciable y en la capacidad de experimentar de forma distinta —asombro, curiosidad y memoria— y producir nuevos objetos de la imaginación y poderosos argumentos.

Eugenio Trías ha sido, probablemente, el único de los escritores españoles de la España moderna en el que se reconocían estos atributos que la tradición asigna a los filósofos genuinos. En su vasta obra, a la que dedicó toda su capacidad intelectual rechazando distraerse con la literatura, el periodismo o la política —que no obstante practicó pero solo de forma subsidiaria— se reconoce el asombro originario y la curiosidad intelectual que son características inconfundibles de los verdaderos filósofos. Trías tenía, además, una enorme capacidad de trabajo, lo que le permitió aquilatar a lo largo de su vida decenas de libros escritos con esa prosa rapsódica que era característica en él, a la vez profundamente racional y al mismo tiempo tan romántica y apasionada, que combinaba, como todos los que se dedican a este género extraño, con un auténtico amor por la dificultad.

El pensamiento de Trías estaba guiado por entusiasmo romántico y de otra parte por su voluntad de remontarse por encima de la medianía española en materia de filosofía. Construir su obra fue una proeza. No hay que olvidar que a Trías le tocó formarse y estrenarse como escritor en una España patética, que no tuvo Ilustración y que, tras la posguerra, sobrevivía asolada por el fascismo y el catolicismo más cerril. Su trayectoria muestra las huellas de los episodios fundamentales de la España moderna: el franquismo y el nacional-catolicismo, que marcaron su formación tanto como la de muchos otros intelectuales de su generación. Trías fue conspicuo y activo representante de la vanguardia barcelonesa de los años sesenta y, en sus años de juventud, protagonizó las primeras y tímidas conexiones con el marxismo renovado por la Escuela de Francfort, el estructuralismo francés y el psicoanálisis. Se sumó sin vacilaciones al rescate de la obra de Nietzsche, fue uno de los primeros lectores inteligentes de la obra de Michel Foucault y colaboró intensamente con los primeros círculos lacanianos. Nada escapaba a su inmensa curiosidad. Era un intelectual ganado por el entusiasmo, arbitrario, a menudo veleidoso y temperamental, estimulante tanto en sus filias como en sus fobias.

En su etapa de madurez, tras su tesis doctoral sobre Hegel, dedicó todo su empeño en reconducir el pensamiento español contemporáneo, repartido entre el marxismo sesentaochista y las arideces del análisis y el formalismo lógico, a la gran tradición del idealismo y el romanticismo alemanes. Lo hizo sumergiéndose en la lectura de Heidegger y casi enseguida de Filosofía del futuro, intentó fundirse con la herencia de Kierkegaard, Schelling y Joachim de Fiore. A Trías debemos una nueva mirada sobre la religión, una teoría del límite y la voluntad de legar a cultura española un pensamiento organizado en sistema, que unos comparan con el de Ortega y Gasset, aunque hay que decir que Ortega no estaba entre sus filósofos preferidos.

Pero Eugenio Trías no era solamente un filósofo. Era también un alma bella. En el periodo final de su vida, ya bajo las terribles penurias que le impuso su larga enfermedad, produjo obras radiantes sobre dos de sus grandes pasiones: la música y el cine, que, como todo en él, abordaba con voracidad y genio.

Su muerte es una gran pérdida para la cultura española contemporánea y para quien esto (tan apresurada y torpemente) escribe un profundo dolor. Pocas veces nos es dado encontrar en un hombre, sea afín o sea adversario, con la sensibilidad despierta a todos los signos, la incomparable pasión, la erudición o la complicidad en espíritu y cuerpo, como las que nos dispensó Trías a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo.

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