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Rara avis de la literatura y la política

En la primera mitad de los años setenta, cuando estudiaba Filología en la Universidad de Moscú, cayeron en mis manos unas páginas mecanografiadas, ya amarillentas. Eran unos versos de un poeta del underground ruso, que se ganaba la vida como sastre, haciendo jeans y otra ropa de estilo occidental imposible de conseguir en la época soviética. “Buen poeta, interesante”, me lo recomendó un amigo que hoy es uno de los principales traductores al francés de la poesía rusa. Los versos pertenecían a Eduard Savenko, quien mucho después se haría famoso con el nombre de Eduard Limónov.

Por esos años abandonó Rusia y comenzó un largo periplo que lo llevó primero a Nueva York y después a París. Fue en Estados Unidos donde escribió la obra que lo consagraría como un imprescindible de la literatura rusa, una novela que, cuando se publicó en su país, produjo el efecto de una bomba. El libro —que se llamaba Soy yo, Eduardito y cuyas páginas estaban llenas de palabras soeces, con escenas calificadas de pornográficas en las que se describía, en detalle, cómo el protagonista tenía sexo con un negro— revolucionaría la literatura rusa, marcaría un antes y un después (lo que no necesariamente significa que Limónov sea un buen escritor: la prestigiosa crítica Natalia Ivanova lo considera “malo, pero talentoso”, un autor cuyos textos “se te quedan grabados”).

Escrita en 1976 en Nueva York, publicada en París tres años más tarde, vio la luz en la Unión Soviética, con grandes dificultades, solo en 1990, en Riga, capital de la hoy independiente Letonia. Eran tiempos en los que las relaciones homosexuales estaban penadas por la ley y en los que el llamado “vocabulario no normativo” (es decir, los tacos) aparecían con la primera letra seguida de puntos suspensivos. A los tres años, la escandalosa y exhibicionista novela había vendido ya más de medio millón de ejemplares.

Mientras tanto, el poeta se había perdido en el exilio, pero en su lugar había surgido un narrador original, que, sin embargo, como explica Emmanuel Carrère en su magnífica biografía, no tiene gran imaginación: toda su obra es prácticamente autobiográfica y casi siempre chocante, lo que, unido a sus actividades políticas, le ha valido el justo apodo de enfant terrible de la literatura rusa.

El apellido que utiliza ya lo dice todo: ácido (como un limón) y explosivo (como una granada, que en la jerga militar se conoce como limonka, nombre este último que daría al órgano de su ahora prohibido Partido Nacional-Bolchevique).

Desaparecida la Unión Soviética, regresó a Rusia, pero no para dedicarse a la literatura, sino para consagrarse a la política. Y paradójicamente, eligió estar en el bando antirreformista. Participó en 1993 en el enfrentamiento del Parlamento contra Borís Yeltsin, luchando en las barricadas de los diputados rebeldes. Ese mismo año funda su propio partido, mezcla, como su nombre lo indica, de nacionalismo y bolchevismo. Viaja a Yugoslavia, a solidarizarse con la lucha de los serbios, en Abjazia participa del lado los abjazos, en el Transdniéster está con los rusohablantes en contra de los moldavos…

Sin embargo, cuando uno ve a este hombre delgado, de gafas y hablar quedo, cuesta imaginárselo disparando un fusil, o en la cárcel, o arengando a sus correligionarios. No cuadra con la imagen del extremista, ni con la del valiente estoico ni con la del tribuno popular.

Su pluma, que la política no ha echado a perder, la utiliza para financiar sus actividades políticas. Cuando en 2001 publicó El libro de los muertos, dijo abiertamente que se veía obligado a “poner a trabajar” a los fallecidos con el fin de reunir dinero para su partido y su periódico. En esa obra irreverente Limónov recuerda despiadamente a amantes, a personajes de culto del ambiente literario semiclandestino de la época soviética, a emigrantes famosos y también a criminales de guerra serbios que son héroes para el escritor. Limónov cumplió su objetivo: el libro provocó gran escándalo y se vendió como pan caliente.

Ese año de 2001 Limónov fue encerrado en la famosa cárcel de Lefórtovo, acusado de tenencia ilegal de armas y de organización de destacamentos armados. Condenado a cuatro años de prisión, aprovechó el tiempo que pasó tras las rejas para escribir. Limónov, que todo lo convierte en literatura, vivió entonces uno de sus periodos más fecundos.

Al salir de la cárcel, declaró: “No he retrocedido ni un milímetro, mis ideas siguen siendo las mismas y, por supuesto, seguiré dedicándome a la política”. La frase no era una bravuconada. A sus casi setenta años (los cumple en febrero), sigue en la brecha y todos los días 31 sale con sus seguidores a la calle —aunque sabe que será detenido y quizá golpeado— a manifestarse, sin permiso, para que se cumpla el artículo 31 de la Constitución rusa, que establece la libertad de reunión.

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