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Rivas merodea por su memoria

El escritor recrea en ‘Las voces bajas’ el épico mundo en el que creció en Galicia Es la primera incursión autobiográfica de su trayectoria,

Tereixa Constenla
Manuel Rivas, retratado en un hotel madrileño.
Manuel Rivas, retratado en un hotel madrileño.BERNARDO PÉREZ

Hay gente capaz de entrever la épica bajo la modesta lucha cotidiana. Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es uno de esos. Las voces bajas (Alfaguara y, en gallego, Xerais) es una historia de héroes capaces de trepar por andamios mientras se comen el vértigo y semidiosas que reparten leche al tiempo que mascan poesía. La épica se esconde en talleres de costura, orquestas de fin de semana, aldeas remotas a una hora de distancia, castros que sustituyeron las diademas de oro por las torres de alta tensión, partidos de fútbol femenino, libros clandestinos y redacciones amordazadas tomadas por periodistas sin miedo.

El albañil y la lechera, padres del escritor, son el Hombre que Odia el Fútbol y la Mujer que Habla Sola. El albañil era también un saxofonista de fin de semana con dos firmes creencias: el mayor avance de la humanidad es una orquesta de jazz y cada familia necesita una casa donde no se escuche al vecino tirar de la cisterna. La lechera temía a dos únicos monstruos —el de las Goteras y el de las Corrientes de Aire—, recitaba poemas y hablaba por muchas bocas (“un cuerpo abierto”). Ella se había prohibido enfermar y él se medicaba con café y aspirina: dos titanes atlánticos que doblegaron las estrecheces, las materiales y las otras, con tolerancia y esfuerzo.

Las voces bajas pertenecen a los niños Manuel y María Rivas, testigos de aquella lucha por la supervivencia durante un tiempo ruin y esperanzado en un espacio zarandeado por la historia y la meteorología. “Llevaba tiempo merodeando por la zona secreta, creía que debería echar una ojeada en esa zona que se parece a una cámara oscura, estenopeica. Pero nunca entendí la memoria como un depósito de trastos, un arca cerrada estática, eso que llaman la aurora los que se levantan muy tarde. En lugar de mirar por el orificio de la cámara, decidí meterme dentro”, cuenta el escritor.

Dicen realismo mágico, yo digo que son voces de la intrahistoria”

En esa zambullida en la cámara oscura se reencontró con el niño que deseaba ser camionero, el alumno que disfruta de la cacería del prójimo hasta que alguien la da una lección de ética antes de que sea tarde y el adolescente que estudia en el primer instituto mixto de Galicia cuando los pantalones se ensanchan y las faldas se acortan (“Una revolución. Un frenesí. A veces venían en grupo alumnos de colegios privados, religiosos, para ver el espectáculo. Lo de salir juntos de las aulas chicos y chicas”, escribe). Rescata personajes irrepetibles como Farruco, el mudo que exhibió sobre un muro todos los zapatos que había usado desde la infancia en “una performance extraordinaria para contar una vida”, y el loro Pío Nono que sustituyó los latines por las blasfemias. “Habrá quien diga que es realismo mágico, yo digo que son voces de la intrahistoria”, matiza.

La carrera literaria de Manuel Rivas, que incluye inolvidables libros de cuentos (¿Qué me quieres, amor? o El lápiz del carpintero), poesía, artículos y novelas (Todo es silencio, la última, acaba de adaptarse al cine y salir a la venta en Reino Unido en un sello de Random House Mondadori), había esquivado el arsenal autobiográfico. En esta obra se abraza a él: el hombre que visita al niño que fue. “Pero lo que encuentro no es el enigma que yo soy. Yo puedo entender parte del enigma que soy contado a los demás”, advierte.

Los demás podrán atisbar su clave de bóveda, la llave que explica su compromiso con las palabras y las personas. En Las voces bajas está el origen de la militancia ecologista, el despertar político y la atracción de las letras. No está todo. En esa visita se ha dejado “algún santuario, zonas sagradas que deben quedar ahí”, pero la retrospección basta para entender gestos que podrían condenarle al rincón de los excéntricos si no desprendieran honestidad, como plantarse en conferencias con una chorima, la tenaz flor amarilla del toxo (tojo). Lirismo de lo agreste.

En una noche montaraz, ante un padre empapado de agua, su madre le dio un consejo apremiante y definitivo: “Hijo, cuando crezcas a ver si buscas un trabajo donde no te mojes”. Así lo hizo. Contra la voluntad paterna, que ya le veía subido al andamio, y la tradición obrera, Manuel y María Rivas se empeñaron en estudiar. A partir de ahí todo fue encadenado: el cura rojo, un universo intelectual que se entreabría y la visita a la primera redacción, la de Ideal, periódico católico en mutación ideológica, para dejar unos poemas. Quería ser escritor y trenzaba versos porque era lo que cabía en la máquina de su tío. “El mal de Galicia”, ironiza, “levantas una piedra, y sale un poeta”. Aunque él siente que no hay un momento fundacional para convertirse en escritor, sino una actitud: “Yo quería ser el que escucha”.

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Lisboa desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera en Andalucía. Es autora del libro 'Cuaderno de urgencias'.

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