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Gaviotas y gavilanes

Daniel Veronese vuelve a hacer diana con 'Los hijos se han dormido' de Chéjov La Zaranda ha estrenado la alucinatoria 'El régimen del pienso' en Barcelona

Marcos Ordóñez
Una escena de la obra 'Los hijos se han dormido', de Daniel Veronese, en el Matadero de Madrid.
Una escena de la obra 'Los hijos se han dormido', de Daniel Veronese, en el Matadero de Madrid.JEAN PIERRE LEDOS

1 Gaviota. De esta gaviota reconcentrada, reinventada, me gusta todo, todos. Me gustó el año pasado, cuando Daniel Veronese la presentó en Temporada Alta, con elenco argentino. Me gusta el título, tan enigmático y lateral (o no, quién sabe) como todos los suyos: Los hijos se han dormido. Resuena en mi cabeza una banda sonora imaginaria: As tears goes by, cantada, al anochecer, por Marianne Faithful, como una nana posible para Treplev, para Nina, para Sorin, para Trigorin, para Schamraev y Medvedenko, para todos los niños de La gaviota. Hará dos o tres semanas vi la “versión española” de la función, en el Matadero. Cuando pasa ese tiempo sobreviene, cuando hay suerte, el relumbre de lo esencial. Ha habido suerte. Aquí brilla, en primer lugar, el tejido, la trama actoral. ¿Cómo logra Veronese conjuntar actores de tan distintas escuelas, cómo logran ellos dar la impresión de que llevan media vida trabajando juntos? Jamás salen del círculo, jamás pierden el vínculo. Rellán, por ejemplo. Grandísimo actor, tal vez porque un buen día se liberó, como un maestro zen, de la tiranía de “tener que ser” primer actor, y así pudo concentrarse en lo que de veras importa: aprender, crecer, jugar. Cuando Rellán no está “en plano” sigue ahí, ultrapresente, y ves sus ojos adorando a Nina, su afecto por Treplev, está “interesado” en todo momento, y es así como logra siempre interesarnos y que no podamos dejar de mirarle. Un Sorin onettiano, tendido en la cama, llamando en sueños a un amor perdido, conectado con altísimas potencias: no es raro que Arkadina, bruja y maga, acerque la oreja a su boca y traduzca sus mensajes sonámbulos. También ella se da perfecta cuenta de que Trigorin se le escapa, de que Treplev va a matarse, y no hace nada porque la bruja gana a la maga. Bruja gorgónica y devoradora, maga impotente por cerrilidad: así la interpreta la fiera Susi Sánchez. Pablo Rivero es un Treplev que juega a ser Hamlet y se quema en su propio fuego y, como dijo Altman, nada entre las cenizas de los puentes que quemó hasta que la ceniza le ahoga. Trigorin, otro niño mal crecido, es Ginés García Millán: qué elegancia, qué vulnerabilidad, qué presencia ha ido ganando este actor en los últimos años. Nina es Marina Salas: qué luz y qué tormento irradia esta muchacha. Veo ahora también, rebobinando los recuerdos, la enérgica desesperación, el humor negro redentor que Malena Alterio imprime a Masha, ese personaje que nunca se engaña, la que más va a llorar al final, con definitivo luto por su vida. Y la lucidez y la brutalidad rural de Dorina en manos de Malena Gutiérrez, y las abejas zumbando en la cabeza de Schamraev: Alfonso Lara, al que descubrí (tarde, pero maravillado) en Plaza de España. Y Diego Martín, un humilladísimo Medvedenko, exiliado en el rincón más frío de ese invisible patio colegial. Y Aníbal Soto, ese Dorn que casi fue Astrov y cada vez está más cerca de Sorin. Escribí el año pasado y resumo ahora, porque el sentimiento es el mismo: “No hay subtextos, todos los conflictos están a la luz. Gente inclemente, apasionada, antirromántica. Ritmo vivísimo, casi vodevilesco, que da una idea de tiempo continuo y claustrofóbico, sin elipsis. Moscas atrapadas en una caja, chocando contra las paredes de vidrio, tropezando con sus propias alas y patas”. Qué pena ver todos esos amores cortocircuitados, qué alegría ver a estos actores y a este director devolviéndonos la belleza de Chejov como una piedra de río.

¿Cómo logra Veronese conjuntar actores de tan distintas escuelas, cómo logran ellos dar la impresión de que llevan más de media vida trabajando juntos?

2 Gavilanes. Otro título posible para la crítica de El régimen del pienso, lo nuevo de La Zaranda, estreno absoluto en Temporada Alta: Pájaros y espantapájaros, como el libro de Aldecoa. Mantengo Gavilanes, sin embargo, para que alitere (o aletee) con el anterior. Y porque la función, que arranca con la obertura de El niño judío, tiene un aire de zarzuela en sepia (o más sepia que zarzuela), entre la zapateta y el réquiem. ¿Nuevo he dicho? Sensación renovada de que has vuelto a los primeros setenta: noche catacúmbica, teatro independiente famélico y furioso, irreductible.

En ese juego de memoria decantada no centellea como otras veces, lástima, el texto de Eusebio Calonge: a mí me gusta todo lo que escribe, pero me parece que ese discurso (“somos cerdos apestados corriendo hacia el abismo”) suena un poco redundante, que la trama del cesante gogoliano perdido de despacho en despacho se adelgaza pronto, y que el remoquete de los oficinistas que preparan una obra “de vanguardia” sobre su caso es un poco pegote. Lo que perdura, y cómo, es la atmósfera. Y la liturgia de la puesta, ese ballet concéntrico, ese mundo codornicesco de legajos y sellos de goma reseca, de luces mortecinas y sombras crecientes. Puede pensarse que nos asomamos a un mundo lejano, caducado, muy antiguo régimen, aunque bien claro nos dejan (y nos deja la realidad, con sus picos y sus garras) que por algo se llama la obra como se llama, y que, tecnologías aparte, la dieta dictada sigue inalterable. Liturgia, estilazo. Estos genios son únicos a la hora de recrear un cadáver con una corbata a modo de esternón, y hacernos ver unos pies yertos en unos zapatos vacíos, y de trazar los laberintos del castillo con cuatro flexos, y un hospital con cuatro goteros, y un aparato de rayos X con una radiografía iluminada por detrás, y dos archivadores a guisa de tacatacas, y convertir una mesa de oficina en el helado zinc de las necropsias. Solo ellos pueden estremecernos con esa cantata de niños que parecen perdidos en el limbo de la clase muerta, de las almas muertas, o con ideas tan soberbias como la de ese cadáver desconectado que sigue respirando. Perduran, siguen respirando, y cómo, la mueca de agonía pegada a la cara de Javier Semprún, del Teatro Corsario, nuevo en esta casa desolada y vibrante, pura encarnación del grito de Munch, y el eterno coro trágico de los payasos zarandeados: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, Francisco Sánchez.

3 Telegramas. He disfrutado mucho con el trabajo de Francesc Garrido, Armand Villén, Maria Pau Pigem y David Anguera en Boys don’t cry, de Victoria Szpunberg en el Tantarantana barcelonés, y con El nom, la estupenda comedia de Delaporte y La Patellière, formidablemente dirigida y protagonizada por Joel Joan, acompañado de un reparto perfecto (Lluís Villanueva, Xavi Mira, Sandra Monclús, Mireia Piferrer), que está barriendo en el Goya y va a convertirse en uno de los superéxitos de la temporada (en breve les cuento). Transfers: Pàtria pasa al Poliorama a partir del 29 de noviembre. Y al Lliure van Juicio a una zorra (el 28) y Los hijos se han dormido, del 8 al 13 de enero. Vayan reservando.

Los hijos se han dormido. Matadero Madrid. Dirección: Daniel Veronese. Hasta el 9 de diciembre.El régimen del pienso. La Zaranda. 1 de diciembre en el Teatre Joventut de L’Hospitalet. 19 de enero en la Sala Concha Velasco de Valladolid.

blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/

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