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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Héroes de nuestro tiempo: Eddie Izzard

Marcos Ordóñez

A comienzos de 2000, el programa de la tele inglesa Weekend Watchdog acusó de fraude a Eddie Izzard por utilizar "material antiguo" en su nueva gira, algo así como acusar a los Stones de tocar sus viejas canciones. La bola creció de tal modo (los tabloides ingleses se las pintan solos para esas cosas) que el enorme cómico entró en bajón y suspendió sus actuaciones durante tres años. Believe: The Story of Eddie Izzard, que vi en DVD la semana pasada, cuenta dos historias. En la primera, asistimos a su "retorno a la carretera" y a la construcción (literal) del Sexie Tour, que comienza lentamente en pequeños clubs de provincias, improvisando los monólogos, probando y descartando, con chistes que no funcionan y caen o cambian a la noche siguiente, todo ello implacablemente filmado por su amiga y exnovia Sarah Townsend, hasta su gloriosa culminación en el Wembley Arena ante 44.000 mil personas. (Curioso: casi por las mismas fechas, Jerry Seinfeld vivió y contó una ordalía similar al otro lado del charco en Comedian, que se impone para un programa doble sobre el largo y sinuoso camino del stand-up).

El cómico es disléxico y no escribe sus monólogos; piensa y habla como una ametralladora desbocada

La segunda historia de Believe es un relato épico, la crónica de una vocación a prueba de bombas. Izzard, que este año cumple 50 y es el equivalente de una superestrella del rock en el mundo de la comedia, no levantó cabeza hasta entrada la treintena. A los 16 ya quería ser actor, pero nadie le daba trabajo. Se ganaba la vida como contable y con sus ahorros se presentó una y otra vez, sin suerte, en el Fringe de Edimburgo, donde se revelaron, a lo grande, sus compañeros de generación: Stephen Fry, Hugh Laurie, Emma Thompson, Kenneth Branagh. Izzard tocaba todos los palos: uno de los grandes momentos del documental es la filmación, con una camarita doméstica, de sus actuaciones callejeras, en la explanada del Covent Garden, donde le vemos haciendo equilibrios sobre un monociclo, batiéndose a espadazo limpio con su partner de entonces o tratando de emular a Houdini, esposado y cubierto de cadenas. Son años de durísimo trabajo por media Europa, y de obstinación que a veces alcanza cotas delirantes, como cuando se lanza, en francés macarrónico, a una (alegremente catastrófica) actuación parisina. Al fin, en 1991, llama la atención con su "sketch de los lobos" en una gala benéfica en el London Palladium, tras la que invierte todo lo que tiene en su propio club, el Raging Bull del Soho, donde, en su arriesgada encarnación del personaje de executive transvestite (falda corta, medias de rejilla, wonderbra, maquillaje apabullante) que le hará famoso, afianza un estilo hijo de Spike Milligan y de los Python (John Cleese le llamó "el Python perdido"). Izzard es disléxico y no escribe sus monólogos, porque piensa y habla a una velocidad de ametralladora desbocada, encadenando asociaciones delirantes, digresiones infinitas y voces de incontables personajes en una gloriosa mixtura de comentario social, sátira histórica y humor absurdo a la duodécima potencia. Igualmente imparable en su vida y carrera, trabaja en cine y televisión (de The Riches a The good wife), teatro (Mamet, Nichols… ¡y hasta el Eduardo II de Marlowe!) y, hablando de carrera, en 2009 corrió 43 maratones en 51 días de julio (sí, han leído bien) para recaudar fondos benéficos. Recientemente ha anunciado sus planes de presentarse a las elecciones por el Partido Laborista para la alcaldía de Londres: dan ganas de nacionalizarse británico para poder votarle. Otra recomendación: si quieren invertir bien su dinero, les recomiendo encarecidamente la colección de DVD MMVI, que contiene sus seis mejores espectáculos (con subtítulos en inglés, eso sí).

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