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CRÍTICA
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Dopaje para agentes secretos

Jason Bourne se reinventa. El protagonista ya ni siquiera sale y su puesta en escena es de una calma casi impropia

Javier Ocaña

Jason Bourne se reinventa. Tanto, que el protagonista ya ni siquiera sale. Tanto, que esta cuarta entrega de la saga, El legado de Bourne,que se estrena hoy en los cines, es la primera que no parte de una novela de acción de Robert Ludlum. Tanto, que hasta su inspiradora puesta en escena ha evolucionado hacia una calma y un clasicismo casi impropio de la serie. ¿Tanto para que a la saga no la conozca ni la madre que la parió? No, porque la madre que verdaderamente la parió sigue ahí.

Tony Gilroy, guionista de las tres entregas anteriores, arquitecto del sello Bourne, es ahora la cabeza pensante, y también la única. Y es el estilo Gilroy el que reina en este sensacional legado.

Las señas de identidad en la visualización, impuestas sobre todo por el director británico Paul Greengrass en la segunda y tercera entregas, que tanto han influido en el cine de acción del siglo XXI, se han evaporado. A saber: reencuadres constantes del plano a través del zoom, montaje eléctrico, mínimo número de fotogramas por plano, múltiples secuencias de persecuciones.

Este Bourne se parece mucho más al gran cine de espías de los setenta, a Los tres días del Cóndor, a El último testigo. Es más precisa en el concepto, en la puesta en escena y, como aquellas, más compleja en el guion. Y ese es el verdadero sello Gilroy. El hombre que en la extraordinaria Michael Clayton (2007), que dirigió y escribió, exigió al espectador un sobreesfuerzo mental con una complejísima trama de espionaje empresarial en la que a mitad de metraje aún ni se sabía a qué se dedicaba el protagonista, vuelve a la sutileza, a la información mínima, al cine que requiere una concentración extra.

Y, en ese sentido, su primera escena es todo un prodigio: lejos de los que intentan epatar con la hipérbole inicial, Gilroy define a su nuevo protagonista en 45 segundos de impacto, sin palabras, en los que ya sabemos todo sobre el personaje: es capaz de todo, y está realmente hasta los huevos.

En cuanto al guion, Gilroy incide en alguno de los más interesantes temas de la saga, sobre todo en el dopaje de los espías, en esos programas (a)legales de ingeniería genética que permiten a los agentes (y soldados) acceder a un umbral del dolor más elevado, tener una menor necesidad de sueño y aumentar la capacidad para generar empatía, y, en fin, poder mejorar su rendimiento.

Tony Gilroy ha reinventado una gran serie de acción subiendo un escalón su complejidad. Ahora sería otra gran noticia que no le pasara factura a su comercialidad.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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