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PURO TEATRO
Columna
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Cyrano vuelve a tocar la Luna

Pere Arquillué se reconsagra con el 'Cyrano' dirigido por Oriol Broggi: un precioso y vivísimo espectáculo que triunfa clamorosamente en Barcelona y que en otoño llegará, en versión castellana, al Valle-Inclán de Madrid. No se lo pierdan

Marcos Ordóñez
Pere Arquillué es Cyrano de Bergerac en el montaje dirigido por Oriol Broggi de la obra de Edmond Rostand.
Pere Arquillué es Cyrano de Bergerac en el montaje dirigido por Oriol Broggi de la obra de Edmond Rostand.Joan Sánchez

Esta semana he visto a dos grandes actores en dos grandes personajes: Pere Arquillué en Cyrano y Alberto Sanjuán en Hamlet. Empezaré por Cyrano. En 1897, su estreno en el Théâtre de la Renaissance tuvo un éxito fulminante y le valió la gloria instantánea a Edmond Rostand. Hace casi treinta años, en el Poliorama barcelonés, supuso la consagración de Josep Maria Flotats: quizás por el peso de su púrpura nadie volvió a montarlo en Cataluña desde entonces. En Madrid lo han protagonizado recientemente Manuel Galiana, en 2000, y José Pedro Carrión, en 2007. Durante demasiado tiempo, pese a su éxito (¿o “por” su éxito?), se consideró que Cyrano era un drama romántico hábil, ligero, un tanto anacrónico. A mí me parece una pieza excelente, a un paso de la obra maestra: brillante, divertida, emocionante, entretenidísima. ¡Y qué torrentera de verso, vivaz y espumeante! La traducción catalana de Bru de Sala, manteniendo los gloriosos alejandrinos, sigue siendo un prodigio de inventiva y un regalo para los oídos. Me dicen que está preparando un nuevo trasvase, esta vez al castellano, para su estreno en el Valle-Inclán, en otoño, y solo puedo quitarme el sombrero ante su arrojo.

Cyrano, ese insólito cruce entre Porthos y Alceste, ese librepensador que ha elegido el difícil camino de “ser admirable, por todo y en todo”, seduce por su ingenio y su grandeza de espíritu, y conmueve por ese corazón que enmascara su sufrimiento con una finta, una broma, un hondo silencio. Pere Arquillué ha cargado alegremente sobre sus hombros con dos tours de force esta temporada: primero ¿Quién teme a Virginia Woolf?, en el Romea, a las órdenes de Veronese, y ahora Cyrano, dirigido por Oriol Broggi, en la nave gótica de la Biblioteca de Cataluña. La función está arrasando cada noche, con llenos absolutos y el público puesto en pie. No es para menos. Aplaudimos su coraje, su “gracia bajo presión”, según la famosa definición de Hemingway: “Gracia bajo presión” es desafiar la comparación con Flotats, y hacer malabares con la espada y con el verso, y permanecer en escena durante dos horas y media y que parezca que acaba de llegar. Gracia, autoridad, peso y ligereza: viéndole y escuchándole pensé en dos Russell (Beale y Crowe), y en un posible hijo catalán, tan natural como legitimísimo, de Fernán-Gómez.

Rosaura es Marta Betriu. Elegante, delicada, un tanto excesiva de sentimiento en la escena de amor en la batalla; perfecta en el último acto, en las escenas del convento. Bernat Quintana (Cristián) tiene el aire del joven Delon en El Gatopardo: no es poco. Para reforzarlo, se ha dejado bigote, le han engominado el cabello, y lleva una casaca roja como la de Tancredi Falconeri. Su trabajo escora a ratos hacia lo convencional, aunque acaba ganando su energía y su firmeza. Están estupendos Ramon Vila (Le Bret, el gran amigo de Cyrano) y Jordi Figueras como el conde De Guiche: precioso personaje, que comienza malévolo, pomposo y cobarde y acaba del lado de Cyrano, modificado por su influjo. Los restantes actores (Pau Vinyals, Isaac Morera, Babou Cham, Andrea Portella y Emma Arquillué) doblan y hasta triplican roles. Hay un prólogo bullicioso, juguetón, un poco caótico, y enseguida la función se afianza, muy bien guiada por Broggi, que ha de bregar con la multiplicidad de escenarios y de tonos. Max Glaenzel (decorados) y Guillem Gelabert (luz) inventan lo que haga falta (el Hôtel de Bourgogne, la pastelería de Ragueneau, la sala de esgrima), y se superan en los cuadros nocturnos: perspectiva en túnel, luces como estrellas, jirones de niebla baja, y al fondo una esfera de papel blanco que se alza, lentamente, a guisa de luna.

Rememoro grandes momentos y no es fácil, porque hay muchos. Primer golpe de emoción: cuando Rosaura cura el rasguño de Cyrano y él descubre que su amada quiere a Cristián. Primer morceau de bravoure: indudablemente, la tirada del “no, gracias” ante Le Bret; la declaración de principios de Cyrano; muy cercana, en forma y en espíritu, a Molière. Luego viene, claro, la célebre escena del balcón. Un playback sentimental: como se sabe, Cristián se declara a Rosaura con las palabras que le presta Cyrano. Estupenda escena, admirablemente llevada, pero de audición precaria (sobre todo, imagino, para los de las últimas filas) porque, para darle veracidad, se da en susurro naturalista: hay que arreglar eso. Curioso: Bru parece homenajear a Sagarra, cosa lógica, en muchas cadencias y resoluciones, pero aquí también, diría, a Salvat Papasseit. Los ecos shakesperianos brotan no solo por (obviamente) la escena del balcón, sino por la disposición y el espíritu de los pasajes de batalla, con Enrique IV como referente; que Broggi monta muy a lo Brook, con sencillez y fuerza, y unos cuantos bambúes a guisa de lanzas o bastones japoneses. La música, formidable y sorprendente, como siempre: cerrando la primera parte suena You’ll never walk alone, el himno de Rodgers y Hammerstein, en la voz del viejo Johnny Cash, como un acorde anticipatorio de la melancolía que no tardará en llegar. Adoro ese “quince años después”, tan Dumas, del acto quinto, que adensa el relato y lo propulsa hacia el otro lado de la Luna. Broggi le da un aire bradominesco al jardín del convento de las Damas de la Cruz, y emboca el justo tono de intimidad, de bala disparada con silenciador, para el grandísimo momento (¡ah, Rostand sabía cómo llegarte al alma!) de la carta de despedida que Cyrano escribió para Cristián, retenida en la memoria desde entonces, y que al fin encuentra su momento. Si Arquillué y Marta Betriu no parecen John Wayne y Maureen O’Hara, que venga Ford y lo vea. Tras el buche de lágrimas, el broche de oro: el himno gascón de Occitania, en aranés (aunque a mí me sonó irlandesísimo) que los actores cantan a coro y que parece escrito para esta obra; un remate tan inolvidable como el de su Antígona. Lo dicho: no se pierdan este Cyrano en Barcelona, recuerden que en otoño la versión castellana llegará al Valle-Inclán, y tampoco olviden ir a ver el Hamlet de Will Keen en el Matadero: el próximo sábado me explayo.

Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand. Traducción de Xavier Bru de Sala. Dirección de Oriol Broggi. La Perla 29. www.laperla29.com/. Biblioteca de Catalunya. Barcelona. Hasta el 22 de julio. www.bnc.cat/. Teatro Valle-Inclán. Madrid. Centro Dramático Nacional. Del 30 de noviembre al 6 de enero de 2012. cdn.mcu.es.

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