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Londres, capital del mundo

Cosmopolita, rica y abierta a cualquiera que quiera convertirla en su casa, de ella se dice que es otro país dentro del Reino Unido

Un símbolo: El London Eye, con 135 metros
Un símbolo: El London Eye, con 135 metrosGonzalo Azumendi

No se enseña en los colegios, y muy pocos adultos ingleses lo saben, pero la fecha 122 después de Cristo es de vital importancia en la historia de Londres y especialmente relevante hoy. Hace exactamente 1890 años, un romano de familia española, el emperador Adriano, determinó que Londinium fuese la capital de Britannia, y para festejarlo anunció que él mismo viajaría a la ciudad, lo cual provocó un revuelo en la población mucho mayor, según cuentan los historiadores, que el que se está viviendo ahora, en vísperas de los Juegos Olímpicos.

Sí, es verdad, los medios británicos no dejan de recordar cuántos días quedan para la ceremonia olímpica inaugural. Londres, como una duquesa maquillándose para la boda de su hija, se está esforzando para ponerse guapa, no solo erigiendo estadios y otros monumentos para los deportistas y espectadores que llegarán de todo el mundo, sino reformando sus plazas, construyendo rascacielos y gigantescos centros comerciales, mejorando y expandiendo el metro, preparando un rico y cosmopolita cóctel de eventos culturales.

Pero una cosa es que venga Usain Bolt, otra, que el invitado sea el dios viviente. La noticia de la llegada de Adriano fue recibida por los 45.000 habitantes de la antigua ciudad como un trueno, ocasionando euforia y ansiedad en igual medida, y una fiebre de construcción: nuevos templos, calles, puentes, baños y, ante todo, anfiteatros para los sangrientos espectáculos (gladiadores que cumplían el papel de los atletas de hoy) con los que habría que deleitar a la divinidad hispana. La visita de Adriano, al que se le hizo una estatua conmemorativa de bronce (cuyo busto fue encontrado en el fondo del río Támesis en 1834), convirtió Londres durante su estancia en el centro y foco del mundo.

Hoy, Londres es el centro del mundo todos los días del año. Esa, al menos, es la opinión de su actual emperador. Bueno, en realidad, Boris Johnson ostenta el título más humilde de “alcalde”. Pero atributos imperiales no le faltan. La ciudad sobre la que Johnson, de 48 años, ejerce liderazgo tiene el doble de ciudadanos (ocho millones) que la totalidad del imperio romano en tiempos de Adriano (“ciudadanos”, no habitantes, que quede claro) y provienen de todos los rincones de la tierra, ya que se comunican entre sí en más de 300 idiomas. Johnson habla cuatro de ellos. O, más bien, tres. El alemán, el italiano y el francés. El cuarto idioma es posible que él sea el único londinense que lo domine, pero es el que más motivo nos da para atribuirle el papel de un imperator contemporáneo. Johnson habla latín. Sí, no solo lo lee (como también lee el griego antiguo) y lo escribe, sino que lo habla. Hace cuatro años, con motivo de una exhibición en el Museo Británico para celebrar, precisamente, el legado del emperador Adriano dio un discurso en latín, escrito por su propia mano, lleno –después se supo– de humor.

Entrevisté a Johnson (en inglés) en Trafalgar Square, corazón geográfico de Londres, símbolo histórico de otro imperio caído, el británico. El nombre de la plaza (tan español como Adriano) celebra un solemne episodio patrio, la victoria naval, de 1805, sobre Napoleón que evitó que los ingleses tuvieran que aprender a hablar francés por segunda vez en su historia. (La primera fue en 1066, y ahí los siempre difíciles vecinos del sur sí ganaron la guerra, convirtiendo el francés en el idioma oficial de la Corte inglesa durante 300 años). Pero hoy, lo que define a Trafalgar Square ya no es, como en tiempos victorianos, un cerrado y autosatisfecho nacionalismo, sino una exuberante promiscuidad cultural. No solo porque una hora sentado a los pies de uno de los cuatro leones de bronce que escoltan la torre del Almirante basta para oír prácticamente todas las lenguas del mundo (salvo, quizá, el latín), sino porque es aquí donde cada año celebran sus fiestas de independencia los ciudadanos de la India, Paquistán, Nigeria, Canadá, Australia, Irlanda y otros países que en su día vivieron bajo el yugo imperial británico.

China también tuvo sus conflictos históricos con Reino Unido, pero Trafalgar Square fue donde este año se celebraron los festejos londinenses del año nuevo chino, con Johnson y el embajador chino como invitados especiales. Durante un breve y divertido discurso justo antes de mi entrevista con él, Johnson dijo que su ciudad haría lo posible para estar a la altura de los Juegos Olímpicos de Pekín, aunque reconoció que su país ya no podía competir con el gran tigre asiático a nivel económico. “Lo que gastó China en fuegos artificiales en 2008”, declaró Johnson, provocando risas entre la multitud, “supera la totalidad del presupuesto militar británico anual”.

“Boris” –así lo conocen los ingleses, por su primer nombre, como si fuera un cantante popular o un futbolista brasileño– es como su ciudad. Está seguro de sí mismo; no tiene complejos. Un político común y corriente no hubiera osado reírse tan descaradamente de su país. Ni tampoco se jactaría quizá de haber tenido un bisabuelo turco que fue ejecutado por sus creencias políticas. Pero Johnson no es ni común ni corriente. Presente tanto en las páginas de los diarios serios ingleses como en las revistas del corazón, compite con cualquier famoso, cualquier estrella, cualquier celebridad, en cuanto al interés popular que despierta en las multitudes, la fascinación que ejerce sobre los hombres y las mujeres, pero especialmente en las mujeres. El líder de su partido y actual primer ministro, David Cameron, siempre le está mirando por el retrovisor, sabiendo muy bien que el día que presente su candidatura por el liderazgo conservador lo va a tener complicado. Johnson es un bicho raro en esta era de líderes sosos y previsibles: un político carismático, un personaje jocoso y brillante, erudito y populista a la vez, cuyo principal defecto –o, mejor dicho, cuyo mayor obstáculo a superar, si va a llegar a ser un día primer ministro– es una perversa tendencia a decir exactamente lo que piensa.

Johnson se ríe de sí mismo y de su país, pero de Londres, no. Johnson nunca, jamás, es solemne, pero Londres es cosa seria. Es, entre otras cosas, como también señaló en su discurso (de 2 minutos y 45 segundos de duración), la ciudad fuera de China que más estudiantes chinos tiene. Londres –no hay más que caminar una manzana por la ciudad para comprobarlo– es un imán para el mundo. Y fue a propósito de esta idea que comencé nuestra entrevista con la siguiente pregunta. Para ponerle a prueba, o quizá en un triste intento de demostrarle que yo también tenía mi pequeña cuota de erudición, le dije: “Como escribió hará unos 40 años Jorge Luis Borges…”. Y ahí, de inmediato, me interrumpió. Con una cita de un cuento del escritor argentino. “El cielo tenía el color rosado”, pronunció Johnson con una gran sonrisa, saboreando cada palabra, “de la encía de los leopardos”. (Eso sí, la cita fue en inglés.) OK, me rindo, Mr. Johnson, le dije, pero no, esa no era la cita que tenía en mente. A lo que me refería fue a algo que dijo Borges alrededor de 1970, “que Nueva York era en aquel momento lo que Roma había sido en su tiempo, la capital del mundo”. ¿Londres lo es ahora?

“Sí”, respondió de inmediato Johnson, cuyo abundante pelo tiene el color de un león albino. “Sí. Considero que Londres sí es la caput mundi. Vea esta multitud aquí en la plaza. Hay más comunidades de más países hoy en Londres que incluso en Nueva York. En los Juegos Olímpicos participarán más de cincuenta naciones que cuentan con comunidades de más de 50.000 personas en Londres. Se hablan 304 idiomas, el 36% de la población ha nacido en el extranjero, y aquí, precisamente, reside la fuerza de la ciudad. Si uno agrega el peso global de Londres en el mundo de las finanzas; en las artes, los museos, el teatro, la música; la calidad de nuestra televisión y la innovación que demostramos en las nuevas tecnologías; la variedad y calidad de los restaurantes; el dinamismo en la arquitectura… si uno lo suma todo, no creo que sea ninguna exageración decir que esta es la capital del mundo”.

La noción es más debatible que en otras épocas, evidentemente. No estamos hablando de poder político, como habríamos hecho en tiempos del Imperio Romano, o en el siglo XVI respecto a España, o en el XIX con Gran Bretaña, o incluso, durante buena parte del XX con Estados Unidos. Como me aclaró Johnson en la entrevista, la definición de caput mundi se debe centrar hoy más en el terreno cultural, en el sentido más amplio de la palabra. Y también en cuanto a la capacidad de atraer dinero. Lo que argumenta Johnson es que Londres es una ciudad grande, rica, cosmopolita y abierta, donde todo el mundo, venga de donde venga, se siente cómodo; donde sin importar el continente del que se provenga o el color de la piel o la religión, uno se siente en su casa, tranquilo, aceptado como uno más en la calle, en el bar o en el lugar de trabajo.

Me propuse investigar y poner a prueba las grandiosas pretensiones del alcalde Johnson y ver hasta qué punto su aproximación a una definición del término “capital del mundo” podría servir para describir a Londres. Fue cuestión de caminar mucho, de mirar, comer y hablar, tanto con los nativos como con ese 34% de sus habitantes nacidos en otro país. Y de leer, por ejemplo, un libro que ha escrito Johnson sobre la historia de Londres, y un informe que acaba de salir en el que se concluye que Londres es la ciudad preferida de los ricos del mundo. Basado en encuestas con individuos que disponen de más de 25 millones de dólares para invertir, el Wealth Report (Informe de la Riqueza), Londres quedó primera en cuanto a calidad de vida, actividad económica, influencia global, por encima (en este orden) de Nueva York, Hong Kong, París y Singapur. Preguntados qué es lo que definía a una ciudad global, los factores que los encuestados resaltaron fueron la seguridad personal, la estabilidad social, el nivel educativo y lo abierta que es la economía.

Bien. Londres es una ciudad de oportunidad y sosiego para los ricos. Megamillonarios árabes, oligarcas rusos y banqueros varios tienen sus hogares aquí. ¿Pero también es un lugar de oportunidad y sosiego para gente de ingresos normales? Muchos de los miles de españoles que tienen su hogar en la ciudad dirían que sí. Entre ellos, Rafa Pavón, de 32 años, que tiene su propia empresa, Watergun, una productora de películas y vídeos, en Londres.

Él y sus socios la montaron con la ayuda práctica y entusiasta de la Embajada británica en Madrid y una agencia del Gobierno que se llama United Kingdom Trade and Investment (UKTI), la primera y decisiva señal que tuvo Pavón de lo receptiva al mundo que resultaría ser su nueva ciudad. Pavón, que consiguió una maestría en comunicación y diseño en Londres tras una travesía frustrante por el sistema educativo superior madrileño, es un buen ejemplo de la fuga de talentos que sufre España hoy en día. Watergun está en pleno crecimiento creativo y económico, con una buena lista de clientes, y a principios de año ganaron un premio prestigioso, contra fuertes y reputados rivales ingleses, por un vídeo musical. “Nos presentamos al premio sin la más mínima expectativa de nada, y lo impresionante –no lo entiendo– fue no solo que ganamos, sino que lo hicimos sin conocer a nadie y sin que nadie nos conociera”, explica Pavón. “Es lo opuesto al amiguismo. Es el fair play; el respeto al proceso creativo, incluso, a la excentricidad, venga de donde venga. Libera muchísimo. Puedes hacer cosas en Londres que en otros sitios ni te planteas”.

¿Comparado con España?“España es para España; Londres es para todos lados. Mueves un dedo aquí y el feedback es mucho mayor. Si haces un esfuerzo, hacerlo en Londres lo optimiza todo”, Pavón sabe distinguir entre Londres y el resto de Reino Unido, que es otra cosa. Londres (productividad: 30% por encima de la media británica; ingresos medios de sus habitantes: casi el doble que el resto del país) es como un gran palacio resplandeciente en la cima de una montaña en cuyas laderas la gente sufre los estragos de la crisis económica que aflige a España y a buena parte del mundo occidental.

En marzo, la Unión Europea identificó a Londres como la ciudad más rica de la eurozona, con diferencia. En un artículo reciente titulado Planet London, la revista The Spectator contó que “la mayoría” de los niños que cursan primaria en la ciudad hablan un idioma en casa que no es el inglés. “En cuanto a los jardines infantiles de la ciudad”, agregó la revista, “se han convertido en una especie de Naciones Unidas para pequeñajos”. Londres es como una república independiente, privilegiada, en la que no es necesario haber nacido para ser considerado un ciudadano pleno –como tampoco fue necesario haber nacido en Roma en tiempos de Adriano para ser romano.

Titi Banjoko es dentista y nigeriana. Su primera experiencia en el Reino Unido, hace casi 30 años, no fue buena. Aterrizó en Glasgow y descubrió que los pacientes no querían que les atendiera debido al color de su piel. Tuvo que elegir, me contó, entre sentirse víctima o compadecer a los racistas. Los compadeció. Vive en Londres desde 1989. Hoy encabeza un equipo de sanidad gubernamental que se encargará de atender las necesidades de los visitantes extranjeros durante los Juegos Olímpicos. “Viajo mucho por Europa –por Alemania, Holanda, Suiza– y veo que allá los africanos no estamos integrados en la sociedad como aquí”, dice Bajoko. “Se nos hace sentir como alienígenas. Aquí me siento parte de la sociedad, mi voz se escucha, no hay que pasarse la vida golpeando un muro como en otros países europeos. Puedo aspirar a ser lo que yo quiera”.

Banjoko se lo explica en parte en función del temperamento inglés, del fair play del que habla Pavón, de la tendencia a vivir y dejar vivir y de juzgar a la gente por sus méritos, pero también lo ve en términos más prácticos. “Hay distritos electorales en Londres donde el 60% de la población nació en el extranjero, con lo cual, los candidatos han tenido que conocer y respetar otras culturas. No les queda otra que tenerte en cuenta”. Un ejemplo lo da Ken Livingstone, el rival laborista de Boris Johnson en las elecciones para alcalde que se celebrarán este verano en Londres. En sus discursos, últimamente, Livingstone no deja de proclamar su simpatía por el islam.

Johnson se inclina más por acentuar los elementos que unen a los habitantes de la ciudad. “Es increíblemente amplia la definición de un londinense”, resalta. “Londres acultura a la gente; absorben la ética general, la forma de pensar y ser. Se convierten en londinenses y también en británicos en cosas pequeñas, pero importantes. Como la tendencia –falsa– a despreciarse a sí mismos, a pasar vergüenza (lo que define a los británicos, como es bien sabido), la ironía, el comportamiento en el metro…”.

Pero tampoco parece haber mayores problemas si los que vienen de fuera recrean sus mundos en las calles de Londres. Edgware Road, por ejemplo, una calle céntrica que desemboca en Oxford Street, podría pertenecer a un barrio de Bagdad o de Damasco. La mitad de los locales exhiben sus nombres en árabe, a veces con traducciones, como Al Baraka Supermarket, Al Razi Pharmacy. De repente aparece un pub, The Green Man, pero los que predominan son los Al Mustafa, los Abu Saad o el Banco Islámico de Bahrain. La mitad de las mujeres llevan pañuelos en la cabeza, varias de ellas, burkas; la otra mitad lleva minifaldas o pantalones ajustados. Nadie se inmuta; nadie, ni siquiera, se da cuenta.

Tampoco llama la atención la extraordinaria variedad de cocina internacional en los restaurantes de la ciudad. Patrick Wilkinson, un bloguero culinario que se autodefine como un “fanático amateur de la comida”, hizo un repaso a la lista de países de Naciones Unidas y constató que prácticamente todos tenían su representación gastronómica en Londres. “No solo tienes restaurantes de Jamaica, sino también de Trinidad y Tobago; no solo de Etiopía y de Ghana, sino del Congo y de Angola”, explicó Wilkinson. “Empiezan como lugares destinados a la población inmigrante de esos países, pero los londinenses son muy curiosos, y pronto ocurre que todo el mundo acude a probar una cena angoleña”. Wilkinson dijo que se han puesto muy de moda unas baguettes vietnamitas, hechas con harina de arroz y con relleno de pescado ahumado o panceta. “También tenemos el bocadillo de chorizo español, que se ha convertido en un alimento tan básico como los fish and chips”, dijo Wilkinson. “Lo encuentras en todos los rincones de la ciudad”.

La pasión por el chorizo, un ingrediente habitual en las comidas hechas en las casas inglesas y de venta hoy en casi todos los supermercados, comenzó hace unos 10 años. Se inició a través de una empresa de ventas de comida española al por mayor que se ha transformado desde 2004 en una cadena de tapas, Casa Brindisa, que hoy cuenta con tres restaurantes, con dos más a punto de estrenarse. Lo empezó una inglesa hispanófila llamada Monika Lipton en 1988 y hoy está en pleno auge.

El almacén de la empresa en el sur de Londres –una cueva de tesoros ibéricos llena de jamones, aceites, anchoas, alubias, quesos de los más variados, incluso calçots cuando están en temporada– está multiplicando por dos el tamaño de su superficie, tal es la demanda. En cuanto a las tapas, “nuestro primer restaurante tuvo un éxito extraordinario desde el primer día”, recuerda Lipton, que lo atribuye al “dinamismo y a la enorme energía” de sus cocineros y camareros, el 70% de los cuales son españoles, y el ambiente relajado y placentero que ellos crean. “¡Es que, ya sabes, los españoles son gente tannnn simpática!”.

Lipton hace eco de algo que me ya me había dicho Rafa Pavón cuando afirmó: “El tópico de que la comida en Londres es mala es pura mierda. Si sabes lo que haces es muy difícil cometer un error en Londres hoy en día. Y no me refiero solo a los restaurantes, sino a los mercados, con una variedad y calidad de comida increíble, que han abierto en los últimos años en los lugares más inesperados”.

Como Borough Market, pegado a London Bridge (el primer puente de la ciudad, construido en su versión original por los romanos), en el lado sur del Támesis, que hasta hace muy poco fue una parte de Londres no solo desaprovechada, sino casi abandonada, como lo fue en su día, antes de los juegos olímpicos de 1992, la zona marítima de Barcelona. Hoy se ha vuelto una de las zonas más vibrantes de la ciudad.

Borough Market (la calidad del café y los quesos y el chocolate que venden ahí es de primer nivel mundial) es donde está ubicado el primero de los restaurantes Brindisa. Ahí comí con Rubén Maza y Joel Placeres. Ambos empezaron como camareros hace seis años, y hoy, Maza es el gerente de los tres Casa Brindisa; Placeres, del de Borough Market. Maza es cordobés; Placeres, uruguayo. Entre croquetas de jamón con perejil (calidad bien por encima de la media española), gambas al ajillo y chuleta de cordero, Maza me cuenta que desde su llegada ha notado que la gente tiene mucho más conocimiento de la gastronomía española, al punto de que distinguen entre jamones de Salamanca y Huelva, o de Guijuelo, y que ya no solo piden vinos de Rioja o albariños, sino también verdejos y vinos de Montsant. El problema que tiene Maza con Londres es la falta de luz. Por lo demás, está encantado. Llegó sin hablar inglés, pero ha triunfado. En otro contexto que Rafa Pavón, opina lo mismo que él. “No tienes que tener un pariente con buenos contactos para avanzar. Si das lo mejor de ti, el esfuerzo se recompensa, no importa de dónde seas”.

Joel Placeres, que vivió en Barcelona antes de llegar a Londres, piensa igual. “Soy uruguayo, pero me siento absolutamente londinense. Es muy difícil sentirte extranjero en Londres. Londres absorbe a todos y coge de todas las culturas”, sonríe. “¡Sin excluir el dulce de leche!”.

A un costado de Borough Market se erige la medieval Southwark Cathedral, donde ha habido una iglesia desde al año 606, y cruzando la calle está en construcción The Shard (la astilla de cristal), del arquitecto italiano Renzo Piano, que cuando esté acabado será, con 310 metros, el edificio más alto de Europa. Caminando por la orilla sur del río en dirección oeste, hacia el Parlamento de Westminster y el Big Ben, uno pasa el Millennium Bridge, construido hace 12 años por el arquitecto Norman Foster, que une la catedral de Saint Paul, construida por el no menos célebre Christoper Wren en el siglo XVII, con el museo de arte contemporáneo Tate Modern, un colosal éxito turístico (la entrada es gratis, como en todos los grandes museos londinenses) desde su apertura en el año 2000. Mirando hacia el norte, detrás de Saint Paul, está la City, el centro financiero más importante del mundo, con la debatible excepción de Nueva York. Es desde esta milla cuadrada, como también es conocido el barrio financiero, que fluye la riqueza de la ciudad, el dinero para levantar los deslumbrantes edificios nuevos que han surgido en la última década y los seis más de la zona que actualmente están en construcción.

La dependencia económica de Londres de la City explica por qué la ciudad sufrió un visible bajón cuando la crisis pegó en 2008, reflejado no solo en los despidos en los propios bancos, sino también en los restaurantes y las tiendas que cerraron en el centro de la ciudad, o en la bajada en los precios de las casas. Pero la recuperación ha sido rápida (el valor del suelo ha vuelto a subir) debido precisamente al hecho de que la City depende no de la economía británica o de la europea, sino de la global. O sea, China va bien, o Corea va bien, o Brasil va bien, y el impacto se siente de manera positiva en Londres. Lord Renwick, ex embajador británico en Washington y actualmente vicepresidente del banco JP Morgan en Londres, se sumó a la idea que el Reino Unido consistía, en sus palabras, en “dos países, Londres y el resto”. El volumen de transacciones en la City deja en la sombra a las que se efectúan en la totalidad del resto de Europa; las 50 compañías de minería más grandes del mundo (salvo las rusas) tienen sus sedes en Londres; la mitad de las casas de seguros de barcos están en Londres, y la mitad de las mergers and acquisitions (fusiones y adquisiciones) mundiales se llevan a cabo aquí. Todo esto genera puestos de trabajo en una larga cadena que se extiende desde los bancos hasta los abogados, los médicos, las tiendas de ropa, las productoras de vídeos musicales, los camareros y todos los que se nutren de la economía londinense.

“La tradición, la experiencia, el talento humano que es bienvenido de todas partes y un sistema legal en el que todo el mundo confía son las bases del éxito de la City”, explicó Lord Renwick. “También está el idioma, la posición geográfica de Londres, a mitad de camino entre Asia y América, y encima, la ciudad ofrece calidad óptima en cuanto a educación, deporte, arte, teatro. Es un cóctel difícil de superar”.

Siguiendo el camino en dirección oeste por el lado sur del Támesis llegué, tras pasar infinidad de cafés y restaurantes, al National Theatre, el teatro de donde fluyen las obras de más prestigio y éxito taquillero del mundo de habla inglesa, sin excluir a Broadway, en Nueva York, cuya dependencia de la creatividad londinense crece cada año. “No sería ninguna exageración afirmar”, me dijo el director del National Theatre, Nicholas Hytner, “que Londres es al teatro –en inglés, al menos– lo que Hollywood es al cine”. ¿Cómo impacta la cosmópolis londinense en la invención artística? Hytner –un gran director de Shakespeare, de ópera e, incluso, de cine– responde que la simbiosis es total, que la vitalidad, tanto en el teatro como en la música, las artes plásticas y las exhibiciones en los grandes museos (que atraen larguísimas colas todas las mañanas, mucho antes de abrir), son fruto de un fenómeno muy londinense que se ve en la amplia gama de sus habitantes: la convivencia feliz entre la erudición más refinada y la cultura más popular.

“Las personas que dirigen las instituciones culturales más importantes forman parte de una tradición que se remonta a tiempos de Shakespeare, cuyo público eran las grandes masas y que vivía del éxito comercial de sus obras”, dijo Hytner. “Mire el caso de Neil McGregor, el director del Museo Británico. Es un académico estelar y, al mismo tiempo, empresario de circo. Ha logrado imbuir un gran sex appeal a su vasta colección de antiguas piezas, ha convertido el museo en una rama del show business. Y es un gran vendedor también, que es lo que todos pretendemos ser. Ha convencido al mundo de que el Museo Británico es un museo global para una audiencia global”.

Como consecuencia, dice Hytner, las exhibiciones en los museos y las obras de teatro gozan de una amplísima clientela. “En Francia, país donde se venera mucho más a los intelectuales que en Reino Unido, es mucho más limitado el público que va al teatro. Le tout Paris consiste en 10.000 personas; le tout Londres, en ocho millones”.

Por el idioma, por el hecho de que la ciudad carece del dinamismo londinense (es un hermoso museo), porque es más cerrada a todo lo que es de afuera, París no compite con Londres para el título de capital del mundo. Nueva York – por los mismos motivos, pero a la inversa–, sí lo hace. Escribí a un amigo, un estadounidense que ha vivido en ambas ciudades y que ha viajado mucho, para que me ayudara a resolver el debate. No quiso que se publicara su nombre (quizá por temor a ser linchado en Nueva York), pero esto es lo que me contestó por correo electrónico. “Por más energía que tenga Nueva York, no deja de ser un poco demasiado provinciana, demasiado obvia, demasiado americana, demasiado comercial. Mucho dinero, poca sabiduría. Londres es más sutil y más profunda. Es infinitamente cambiante, sofisticada y cosmopolita y ofrece la más alta calidad en las cosas más importantes de la existencia. Londres vibra como la vida misma, y todo el mundo está ahí”.

Las palabras del enigmático estadounidense serían música para los oídos de Boris Johnson, que en su historia personal (no solo tienes antepasados turcos, sino rusos también) ejemplifica el gran popurrí londinense y es el retrato vivo de esa mezcla de erudición y populismo de la que habla Nicholas Hytner. Antes de despedirme de él en Trafalgar Square quise proponerle un reconocimiento tardío al país cuyas naves el almirante Nelson venció, junto a las de Napoleón, en aquella batalla decisiva en las costas de Cádiz de 1805. “Algunos dirían que llega un poco tarde la propuesta”, le dije, “pero quisiera darle la oportunidad de dar las gracias a España, de manera oficial, por haber producido un hijo que tuvo la visión, la sensatez y el buen gusto de determinar que Londres…”.

“¡Por supuesto!”, me interrumpió el alcalde. “¡Absolutamente! Ya era hora, sí, de que rindiéramos merecido tributo a Hispania Citerior (¿o fue quizá –no recuerdo bien– Hispania Ulterior?) por habernos dado a Adriano, el autor de todo esto, el que hizo que Londres fuera nuestra capital”.

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OTRA PUESTA DE LARGO. Los 135 metros del London Eye o Millennium Wheel le convierten en símbolo y testigo de excepción de la vida que bulle en esta ciudad. nadie mira a nadie. En la página de la izquierda, ciudadanos de origen asiático pasean con el Big Ben al fondo. Mientras, en el taller Timothy Everest Limited se mantiene la quintaesencia de la sastrería británica con un estilo aclamado por su moderna actitud. A la derecha, el escaparate de otra sastrería, Taylor Shop, en Savile Row Street. Usted eliGe. Londres lo contempla todo. De izquierda a derecha, Brick Lane, el corazón de la comunidad bangladesí en la ciudad. El ‘pub’ Golden Heart; una sala de arte contemporáneo; la tienda James Lock, especializada en sombreros borsalinos; tumbonas en Green Park y viandantes paseando por Brick Lane. operación olímpica. Londres se vende sola, pero unos Juegos Olímpicos obligan a ponerse el mejor de los vestidos para la cita. A la izquierda, la torre Swiss Re, en el barrio financiero, obra de Norman Foster. A la derecha, el mítico Tower Bridge sobre el Támesis y el distintivo globo de cristal del City Hall, también de Foster. Abajo, la catedral de San Paul desde un moderno centro comercial. A todo sabor. La capital del Reino Unido conjuga historia y mezcla de culturas. A la izquierda, uno de sus típicos edificios con un negocio de impresión fotográfica en sus bajos. A la derecha, dos ejemplos que dan la razón a la afirmación de que en Londres se puede comer de todo y bien: el restaurante francés Les Trois Garçons y la tienda de quesos Paxton and Whitfield en Jermyn Street. Diseño y deporte. Un ciclista contempla el estadio O2 Arena, situado en la península de Greenwich, que, con capacidad para 20.000 personas, es uno de los más grandes de Europa.

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