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PURO TEATRO

'Tis pity she's a whore': defensa de dama

Declan Donnellan dirige una estremecedora puesta de la obra de John Ford, donde destaca la deslumbrante Lydia Wilson

Marcos Ordóñez

Lo que me maravilla (entre muchas cosas) de Tis pity she's a whore (Lástima que sea una puta), el salvaje melodrama jacobino de John Ford, es el extraordinario perfil de Annabella, su protagonista, uno de los grandes personajes femeninos olvidados del teatro universal. Es insólita la naturalidad de su pasión, tanto en la entrega como en la ruptura, y esa lucidez que guía sus pasos hasta en los momentos más arrebatados. Parece una mujer de otro planeta, de una época gozosamente primitiva, sin culpa ni tormento, o de un siglo futuro: cuando su hermano Giovanni le declara su amor con flamígeros símiles barrocos, ella le contesta, concisa, con el equivalente británico del "ya estabas tardando". Si la pieza causó tremendo escándalo durante casi tres siglos fue, creo yo, porque la desproporción entre pecados y castigos resultaba inversamente sospechosa: Giovanni arranca el corazón de su hermana; al suculento personaje de la sirvienta (Putana, por mal nombre), que contempla bocaccianamente el incesto ("¿y qué, si es vuestro hermano? Será un hombre, espero"), le arrancan ojos y lengua y, por si eso fuera poco, la condenan a morir en la hoguera. Dicho de otra manera: hay una pureza y una alegría en las pecadoras que contrasta con las extremas psicopatías de Giovanni, del marido Soranzo, del sirviente Vasques (sic) o de Gratiano, su sicario, que rivalizan en sadismo, decantando inequívocamente la balanza hacia ellas aunque a primera vista parezca lo contrario.

Otro aspecto apasionante de Tis pity she's a whore es la claridad de su lenguaje, tanto de su imaginería como de su juego dialéctico: es cierto que Declan Donnellan ha podado giros arcaicos del original (y ha aligerado subtramas y suavizado el final), pero estamos lejos de la densidad shakesperiana o el culteranismo, a veces intransitable, de Webster. El espectáculo de Cheek by Jowl, presentado la pasada semana en el Matadero tras una exitosísima gira internacional, me parece uno de los más logrados de su carrera (y a años luz, desde luego, de la banal The tempest que Donnellan y su compañía rusa llevaron en otoño al Lliure). Aquí hay un extraordinario plantel de actores británicos, algunos de los cuales ya habíamos aplaudido (en The changeling, en Cymbeline, en Troilus and Cressida), una energía constante y una tensión que roza lo insoportable. El decorado de Nick Ormerod es, cosa curiosa, concreto y abstracto al mismo tiempo. Estamos, parece ser, en la habitación de Annabella, contemporánea y prototípicamente adolescente (hay un lector de CD y carteles de películas y series, como la apropiadísima True blood), pero la centralidad de la cama, donde retozan por igual los hermanos que la viuda Hipólita y el sirviente Vasques, hace pensar en una metáfora barroca del mundo, ya no como teatro sino como lecho/pozo, y sobre todo en un relato que bien pudiera estar contado desde la mente de esa muchacha que presiente su fin y mezcla imágenes oníricas y reales (mitad como se ve a sí misma, mitad como la ven los otros). Esa segunda opción, que a ratos genera un cierto barullo, explicaría la obsesiva e irreal tonalidad rojiza (paredes, sábanas), la omnipresencia de todos los personajes, como cuervos en torno al lecho, incluso en los momentos de mayor intimidad, y las coreografías tanto exaltadas como lúgubres que puntúan la acción: la danza inicial, una fantasía en la que todos parecen bailar como marionetas al son que les marca Annabella, o los agoreros coros del Corpus Christi, ominoso fondo del transgresor encuentro pasional. Hay, pues, diversos planos de realidad, y tableaux vivants que ilustran las ensoñaciones ajenas (cuando Soranzo imagina a su prometida como una virgen de Caravaggio con corona luminosa, rodeada de adoradores y exhalando su noli me tangere), y un juego muy imaginativo con el fuera de campo, en este caso por partida doble: a la izquierda, el lavabo, donde culminan, tras su puerta cerrada, disparando así nuestra imaginación, las más brutales atrocidades; a la derecha, otra puerta que se entreabre a un salón, y desde la que Hipólita canta, en plena fiesta de esponsales, un How could I loose you digno de Sondheim, que vuelve más terrible y conmovedor su asesinato.

La escalada gore de la segunda parte está magistralmente pautada: la ferocidad de Soranzo en la noche de bodas, la atroz tortura de Putana a cargo de Vasques y Gratiano, que parecen la reencarnación (acento cockney incluido) de los hermanos Kray; la muerte de Annabella, y esa conclusión de tragedia griega que, como decía, Donnellan ha amputado (en su versión no mueren Soranzo ni Giovanni: quizás para él sea peor castigo seguir vivos y culpables) pero que igualmente corta el hipo, desde el subrayado de la lejana y creciente tarantela hasta la hermosísima aparición final. No me convence el dibujo un tanto superficial de Annabella: pienso que no es necesario, que rebaja la enorme fuerza del personaje, pero no deja de ser una impresión visual, porque la interpretación de Lydia Wilson (a la que quizás recuerden de series como Black mirror o The crimson petal and the white) es absolutamente fantástica y tan rebosante de matices (algo así como mezclar en una misma retorta a Julieta, Desdémona y Beatrice) que acaba anulando cualquier pega: atención a esta actriz, que se consagrará como una de las grandes, y si no al tiempo. Del amplio reparto hay que destacar a Jack Gordon, un Giovanni que logra hacer creíble su paso de estudiante enamorado a criminal enloquecido, a Suzanne Burden (otra que tal: consigue que nos apiademos de una arpía envenenadora), a Lizzie Hopley como Putana (se te saltan las lágrimas, intuyendo lo que le va a pasar, cuando la ves como una niña feliz jugando a probarse los atavíos de su ama: otra escena de campeonato), a Jack Hawkins (un Soranzo calderoniano) y a Laurence Spellman, que compone un Vasques cercano a Bosola, el maquiavélico criado de La duquesa de Malfi. Pocas veces había visto la pasión y la crueldad abordadas de un modo tan perturbador, pese a la aparente ligereza de su envoltorio (o precisamente por ese contraste). ¿Seguiremos viendo espectáculos así en el Matadero?

Tis pity she's a whore, de John Ford. Dirección de Declan Donnellan. Matadero Madrid. Hasta hoy. www.mataderomadrid.org. www.cheekbyjowl.com

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