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PURO TEATRO
Columna
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Blanca y radiante va la novia

'Campanas de boda' no es un vodevil, no es un musical, no es una fiesta, o lo es todo a la vez. Annabel Totusaus y Mont Plans, turbinas imparables, lideran la compañía La Cubana

Marcos Ordóñez
Escena de 'Campanadas de boda', de La Cubana, con dirección de Jordi Milán.
Escena de 'Campanadas de boda', de La Cubana, con dirección de Jordi Milán.JOSEP AZNAR

Treinta años lleva La Cubana dando guerra, o sea, repartiendo alegría; treinta años de una forma absolutamente única de entender el teatro. Ya se estaba haciendo esperar el nuevo espectáculo, Campanadas de boda, del que Jordi Milán, director del grupo, ha dicho que bien podría ser una despedida: esperemos que solo se trate de una triquiñuela, coqueta y legítima (“¡ahora o nunca!”) para llevar gente al Tívoli; coqueta como la de esos cantantes que anuncian su retirada para que les quieran más, y legítima porque hoy más que nunca hay que coger al público de la nariz para conducirle al teatro. Que Campanadas de boda se ha hecho esperar lo verifico repasando el historial reciente del grupo: Una noche en la ópera (que, me parece, no giró por España) es de 2001; Mamá, quiero ser famoso, de 2004. En 2008 repusieron el insuperable Cómeme el coco, negro, y en 2009 se anunció Pili & Willy, un espectáculo de pequeño formato que echó freno y marcha atrás cuando estaba a punto de estrenarse. O sea: cuatro años sin nueva función. Cosa comprensible, por otra parte, porque levantar un montaje de La Cubana debe de ser como planificar la toma de Agincourt. Campanadas de boda me ha parecido cercano, en su tonalidad de humor blanco, a Una noche en la ópera, que en su momento califiqué de “Berlanga sin acidez”: un posible ritorno all’antico para contrapesar, quizás, la ferocidad de Mamá, quiero ser famoso, su respuesta al telebasurismo galopante (¡y anda que no ha llovido mierda desde entonces!), un crescendo de saludable mala leche en la línea de Monstruos de hoy de Germi que, me temo, echó un tanto para atrás a su público habitual.

Campanadas de boda tiene dos partes radicalmente diferenciadas. Mi preferida es la primera, una comedia clásica (algunos la llamarán “antigua” o “de tresillo”) maravillosamente servida y ritmada por Jordi Milán, a caballo entre Un día de boda, de Robert Altman, y vodevil francés, entre Magnier y Barillet & Gredy. La acción tiene lugar en el salón de la familia Rius, un gineceo regido por dos hermanas, Hortensia (Annabel Totusaus, pura Jacqueline Maillan) y Margarita, la tía soltera (Mon Plans, como una Rosalind Russell de barrio), que comandan un emporio de floristerías. Asistimos, en una serie de flash-backs (desde seis meses a seis horas antes) a los preparativos de la boda de Violeta (Montse Amat), la hija de Hortensia (y otra fémina de armas tomar). Una boda por todo lo alto, con más de mil invitados, pero transoceánica, esto es, por poderes y videoconferencia: el novio, Vickram Sohdi, es indio, un actor allí famosísimo, y la ceremonia, aunque civil, seguirá los rituales de su tierra. En las últimas horas que preceden al casorio se multiplicarán los obstáculos, las confusiones, las peleas familiares, en un vendaval de nervios e histeria creciente. La trepidación coral, casi farsesca, y el dibujo de los personajes nos devuelven de nuevo al mundo de Berlanga, en un acto que es más “plano secuencia” que nunca, con superpoblación absoluta del escenario, con acciones y diálogos que se pisan, se superponen, avanzan a cien por hora, con el formidable oído coloquial de La Cubana (a veces contrapesado por algún que otro desliz hacia la cháchara), y su no menos característica habilidad a la hora de pintar, en pocos y certeros rasgos, una panoplia de criaturas desaforadas, casi arquetípicas, pero siempre humanas y reconocibles.

Annabel Totusaus y Mont Plans son las reinas absolutas de la función, dos turbinas que no paran de suministrar energía y, en definitiva, cargan sobre sus espaldas todo el peso de la velada, pero sus compañeros de reparto (que doblan, triplican, cuadruplican papeles) tampoco se quedan atrás: en el salón de las hermanas Rius se agolpan Paco Zamora (Xavi Tena), el exmarido de Hortensia, vallisoletano y policía nacional jubilado, y su nueva pareja, la francesa y despistadísima Margot (María Garrido); sus hijos, Narcís (Toni Torres), dominado por Regina (Babeth Ripoll), tremenda brasileña, y Jacint (Bernat Cot), con su compañero, el segurata Juan Carlos (Oriol Burés), y el señor Modesto (Jaume Baucis), encargado de los repartos y fidelísimo adorador de tía Margarita. Meritxell Duró, otra fiera cómica, borda dos roles absolutamente opuestos: la vitalísima Manolita, eterna asistente de la familia (muy a lo Amparo Baró), y la temible tía Consuelo, la madre de Paco, una anciana integrista, fan de Intereconomía, con muleta, mantilla y capilla de la virgen a cuestas (muy a lo Chus Lampreave), y les rodean un séquito de peluqueras, modistos franceses, empleados de la empresa que organiza (o desorganiza) el bodorrio, y la mismísima tuna, que comparece para cantar Me gusta mi novio, porque no pueden faltar las canciones “de toda la vida” (De tu novio qué, Consejo a las casadas) y, ya en la segunda parte, tres highlights: la Punjabi Wedding Song de Bodas y prejuicios, la pasmosa versión Bollywood de Paraules d’amor de Serrat y el paralelesco (o paralelepípedo) Como nos gusta hacer teatro, de Joan Vives, que cierra el espectáculo. No les voy a contar lo que sucede en la segunda parte porque, aunque lo imaginen, es una sorpresa, o una sucesión de sorpresas, muy Cubana style. Una segunda parte un poco decepcionante (la primera acaba con veinte líos simultáneos y es imposible subir más), con un cierto exceso de azúcar, de didactismo (hay cosas que, ya verán, no hace falta pormenorizar tanto), de minutaje y de ritmo, que se fijará, seguro, al correr de las funciones: hoy por hoy, la trama se remansa o avanza a sacudidas, y buena cosa sería, pienso, una poda de las excesivas escenas. Dicho esto, la transformación del espacio es tan sencilla como espectacular, y la conexión con el público sigue siendo impresionante. No hay una eucaristía de mortadela, como aquel grandísimo momento de Cómeme el coco, negro, pero la inyección de alegría, la entrega absoluta y constante, la generosidad, en una palabra, de la compañía, siguen siendo las irrenunciables señas de identidad de La Cubana y los principales vectores de estas Campanadas de boda que pueden eternizarse en el Tívoli. Ojalá.

Campanades de boda. La Cubana. Dirección de Jordi Milán. Teatro Tívoli. Barcelona. Hasta el 3 de junio. www.grupbalana.com. www.lacubana.es.

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