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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Capri II: mi primera entrevista

Los reyes de la comedia catalana tuvieron extrañas vidas y extrañas muertes Alady vivía atormentado por las obsesiones de la decadencia y la muerte

Marcos Ordóñez

Cuando cumplí 11 años me regalaron una grabadora que se convirtió en mi tercer brazo. Tenía cuatro teclas blancas y una roja, tenía radio incorporada, tenía un micrófono negro y plateado que se conectaba con un cable, tenía una funda de cuero (polipiel, más bien) y una correa que permitía colgarlo del hombro: más periodístico, imposible. Lo grababa todo, a todas horas. Grababa canciones de la radio, grababa ruidos de la calle, cantos de pájaros, conversaciones, recitados, pequeñas improvisaciones. Solo me faltaba grabar entrevistas, de modo que cuando aquella tarde apareció Capri por casa mi padre, dijo: “¿Te importa que el chaval te haga una entrevista, Juanito?”. Fue la primera entrevista de mi vida y a punto estuvo de ser la última. Me quedé paralizado, no sabía qué preguntar. Esto sucedía en el otoño del 68. De repente recordé algo: la semana anterior había muerto Alady, que vivía muy cerca de casa, en la plaza Lesseps, así que le pregunté: “¿Qué recuerda usted de Alady?”.

Fue mi única pregunta, porque Capri rompió a llorar a chorros.

Alady, el cómico que deslumbró a Mihura, había sido el rey de la pasarela, un maestro a la hora de improvisar y responder a las frases del público. Yo no sabía que Capri y Alady eran íntimos, como hermanos, y que él había permanecido a su lado en el hospital durante toda su agonía, que duró semanas. Cuando murió, pesaba apenas cuarenta kilos. Eso contaba Capri entre tremendos sollozos, mientras a mí me temblaba la mano sujetando el micrófono y solo pensaba en salir corriendo de allí.

Seguía llorando ocho años después, cuando volví a verle. Yo trabajaba en la Sociedad de Autores y Capri aterrizaba por allí muchas mañanas. Sus apariciones podían partirle el corazón a una estatua. Llegaba Capri vestido como un personaje de Gogol y salía a recibirle el maestro Mestres, el delegado de entonces, uno de los compositores más prolíficos del Paralelo. Tan pronto veía a Mestres, Capri se arrojaba a sus brazos, deshecho en lágrimas y gritando: “La vida es un asco, Mestres, la vida es un asco”.

Los reyes de la comedia catalana tuvieron extrañas vidas y extrañas muertes. Alady vivía atormentado por las obsesiones de la decadencia y la muerte. Su mayor pánico era morir solo, durante una gira, en la habitación de hotel de una ciudad desconocida. Coleccionaba libros y artículos que hablaban de la vida ultraterrena. Cuando se cerró el teatro Cómico se hizo hacer una foto: solo, en la pasarela, ante la platea vacía. Esa foto, ampliada, dominaba el salón de su casa. El día en que se cumplía un año justo de su muerte, la foto cayó al suelo con gran estrépito. El actor Pepe Franco, que al parecer tenía dotes de médium, dijo a la familia: “No quiere que sigáis yendo al cementerio porque ya no está ahí”. Dejaron de ir y la foto no volvió a caer.

Capri ardió. Se quemó en su domicilio, por un cortocircuito, eso dijeron. ¿Cómo se ha hecho este hombre estas quemaduras?, preguntó el médico. Cuando le llevaron al hospital todavía estaba consciente, pero nada más llegar se le paró el corazón. Mary Santpere murió en el cielo, en un vuelo que iba de Barcelona a Madrid. Unos años antes, su vida quedó destrozada cuando su marido cayó al mar desde un ferry que iba a Mallorca. Al cabo de un tiempo apareció el cuerpo a treinta kilómetros. “El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible”, dijo el capitán.

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