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PURO TEATRO
Columna
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Chéreau ‘la nuit’

Patrice Chéreau ha vuelto al Lliure para presentar una depurada puesta en escena de 'La nuit juste avant les forêts', un primerizo pero notable texto de Bernard-Marie Koltès, interpretado por el incandescente Romain Duris

Marcos Ordóñez
Romain Duris, en 'La nuit juste avant les forêts', codirigida por Patrice Chéreau y Thierry Thieû Niang.
Romain Duris, en 'La nuit juste avant les forêts', codirigida por Patrice Chéreau y Thierry Thieû Niang.PASCAL VÍCTOR (ARTCOMART)

Los espectáculos de Chéreau que nos llegan son cada vez más desnudos y esencializados. El verano pasado presentó en el Grec / Lliure I am the wind, de Jon Fosse, en inglés y con dos formidables actores británicos, Jack Lakey y Tom Brooke. Hará dos semanas recaló en el Lliure de Gràcia (visita relámpago, solo tres días, entradas agotadas desde octubre) con un texto fundacional de Bernard-Marie Koltès, La nuit juste avant les forêts, codirigido con Thierry Thieû Niang y protagonizado por Romain Duris, superlativo actor al que recordarán en De latir mi corazón se ha parado (2005), de Jacques Audiard. Chéreau le dirigió luego en Persecución (2009), su última película estrenada en España, y el año pasado le hizo debutar en teatro, primero en una sala del Louvre y luego en el Thêatre de l’Atelier, con este monólogo.

En 1977 Bernard-Marie Koltès vivía con dinero prestado, dormía en el conservatorio de Estrasburgo y dudaba entre el teatro y la novela. La balanza se decanta hacia la escena cuando Bruno Boëglin le estrena Sallinger en Lyon. Poco más tarde escribe La nuit juste avant les forêts para su amigo Yves Ferry, al que dirige en el off de Aviñón. La noche del estreno solo hay seis personas en la sala de la plaza Crillon, pero en aquel huevo se agitan ya las alas, el pico y las garras de casi toda su obra futura. Dos años después, cuenta Chéreau, Koltès le lleva Combat de nègre et de chiens y el monólogo de Aviñón. El director se decanta por Combat, que supondrá el lanzamiento internacional del dramaturgo, y La nuit la estrena Richard Fontana en 1981, en el Petit Odéon, a las órdenes de Jean-Luc Boutté.

El protagonista de La nuit es un extranjero, un paria que escapó del yugo de la fábrica y vaga por un París ajeno y hostil. Como el Jerry de Historia del Zoo, de Albee, necesita desesperadamente hablar y ser escuchado; hablar para pasar la noche y seguir siendo; encontrar a “un camarada, un ángel en la mierda” y tocarle con sus palabras: la fuerza del texto radica en la extrema intensidad de ese deseo. Como todos los desheredados de Koltès, se expresa en un lenguaje articuladísimo, de alto vuelo poético, cercano a Céline en su angustia y su furia pero alboreando ya la tensión genetiana entre mordisco de arroyo y majestad formal.

El texto parece cincelado frase a frase, para que no se pierda ni una palabra, con su tensa violencia y su dolor creciente

En 1991, Mingo Ràfols presentó en Barcelona la versión catalana de Sergi Belbel, en el desaparecido Malic, dirigido por Rafael Durán, y se llevó, merecidamente, el Premio de la Crítica. Un año después, Pedro Mari Sánchez la protagoniza y dirige, en castellano, en el María Guerrero. En 2003, el aragonés Pedro Rebollo interpreta de nuevo al extranjero, esta vez con marcado acento magrebí y con un humor amargo y negrísimo, a las órdenes de Luis Merchán. En 2006, Álex Rigola inauguró el festival Temporada Alta con una puesta espléndida y singular, en la que seis primeros espadas (Arquillué, Benito, Bosch, Orella, Pou, Selvas) se repartían el texto, mostrando las distintas facetas del mismo poliedro, porque realmente esa “gran y única frase de veinticinco páginas”, como dice Chéreau, esa frase que al principio le espantó “porque no veía ninguna puerta para entrarle”, tiene muy distintos tonos, o rostros, o máscaras: está la voz que al principio intenta mostrarse fuerte y segura, el hombre que dice preferir los hoteles de paso a las casas burguesas, y lavarse el pito en los aseos públicos, y la voz profundamente política que anhela una Internacional de los Desheredados como una forma de defensa, y la voz que clama venganza, y la voz que fanfarronea de puro miedo (“Yo pego antes de preguntar”) cuando se adentra por el termitero de putas y macarras de Barbès y olfatea las zonas de sombra y peligro, la violencia nacida de la desesperación, y la voz agotada cuando cuenta la historia de la puta que se mató comiendo puñados de tierra del cementerio y en ese relato intuimos que nunca ha estado más cerca de la emulación suicida. Hay también el momento de dejarse ir en la alta madrugada y acogerse al breve ensueño de un poco de calma sobre la hierba, bajo los lejanos y altísimos árboles de Nicaragua, hasta que ya no puede ocultar su dolor y su rabia: el vagabundo ha sido atacado, robado y deshombrado por las fieras, está empapado, solo siente dolor y rabia y busca un lugar donde dormir, busca compañía, busca un poco de fuego, más cerca que nunca de aquel poema de Éluard: “Je fis un feu, l’azur m’ayant abandonné…”.

El actor lo recita con una incandescencia sonámbula, como si necesitara estar cada vez más cerca de ese supuesto interlocutor

Chéreau y Thieû Niang han construido una nueva historia en torno al monólogo. Romain Duris está tendido en una cama de hospital, con una venda ensangrentada sobre la frente. En el suelo hay un gran lienzo blanco. El hombre parece estar en coma o hundido en un sueño muy profundo hasta que de pronto se incorpora, preso del pánico, y poco a poco recupera trabajosamente su respiración y su palabra. Según Chéreau, esa voz es una voz agonizante: como si le hubiera sido concedida la gracia de decir todo lo que pasa atropelladamente por su cerebro antes de morir, víctima de los golpes recibidos en el asalto del metro, según la carta que Koltès le escribió a Yves Ferry: “Un progresivo desbocamiento mental, a toda velocidad, hasta que llega la muerte”. Pero el cuerpo y la voz (o las voces) de Duris están, sabiamente, muy lejos de la aceleración de su estreno en Aviñón. El texto parece cincelado frase a frase, para que no se pierda ni una palabra, con su tensa violencia y su dolor creciente y sus ráfagas de humor, que las hay, y el actor lo recita con una incandescencia sonámbula, con un lento hervor de fiebre y un ritmo de falsos alejandrinos, alternando la fuerza ritual con algunas (pocas) caídas en lo monocorde, primero tendido, luego trabajosamente sentado, luego en la embocadura del escenario, como si necesitara estar cada vez más cerca de ese supuesto interlocutor, luego intentando calzarse los zapatos, esos zapatos que algunos moribundos piden para salir corriendo cuando sienten la inminencia del desenlace, y al fin arrastrándose por el suelo, para regresar a la posición fetal tras la alucinada huida última, bajo la lluvia que no deja de caer. Gran trabajo y vivísimo texto, que sigue atravesándonos. 

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