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CAFÉ PEREC
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El joven inédito

Enrique Vila-Matas

Beatriz de Moura, editora: “Para ser un verdadero creador necesitas algo de lo que gozan muy pocos: un don”. Estas palabras me remiten a lo inapresable y misterioso de ese don, aunque sé que no faltan espíritus con buen humor que sospechan que el talento tiene una fórmula secreta, estilo Coca-Cola. De esa fabulosa fórmula habla El talent (Labreu editors), divertida y recomendable novela de Jordi Nopca en la que unos jóvenes roban en Berlín un prototipo capaz de detectar el valioso y huidizo ‘talento literario’ y luego vuelan con su botín a Lisboa para buscar allí a posibles grandes autores inéditos.

A veces pienso en el don todavía oculto de esos autores. Hace un momento, por ejemplo, he imaginado a un joven narrador inédito que sería muy inteligente y habría estudiado con atención la literatura contemporánea y se habría dedicado durante tiempo a observar los fallos de todos los que han escrito antes que él. Como este joven andaría, además, muy curtido en teoría literaria –“esas pistas tan elegantes para novelas aún no escritas”, según Zadie Smith-, nuestro joven se sentiría más que preparado para escribir su primer libro, e incluso estaría convencido de tenerlo todo para poder lograr una novela perfecta.

Leemos a Beckett y

Supongamos que han pasado tres años y el animoso joven inédito ha terminado por escribir y publicar su libro y éste ha sido bien recibido por público y crítica. No puedo evitar –porque es el caso más frecuente cuando el escritor es inteligente- imaginarle frustrado. ¿Por qué? Pues porque en su fuero interno sabe que, al ir del éter a la realidad, voló en su novela mucho más bajo de lo que había soñado y no consiguió con exactitud expresar su manera de estar en el mundo, quizás porque de su alma se ausentó su duende personal en el momento menos oportuno. Se había propuesto nada menos que dejar su “marca de agua” en el texto. Y es que si algo tenía él claro era que lo único en lo que se asemejan todas las grandes novelas es en el estilo tan personal con el que articulan la experiencia y nos obligan a estar atentos; es decir, la manera en que nos despiertan del sonambulismo de nuestras vidas.

Nos es fácil imaginar al joven preguntándose por lo raro que es el don, al menos la esencia del duende personal de cada uno, y sintiendo verdadera envidia de los raros pero contundentes y afortunados casos de jóvenes de talento innato: el caso de Francis Scott Fitzgerald, por ejemplo, que, tras su primer libro, recibió este comentario de parte del gran crítico Edmund Wilson: “Comete errores y es torpe como él solo, pero le sobra el talento; tiene un don especial, aún incipiente, para conseguir que haya vida en todo lo que escribe”.

Es cruel, pero el don es algo que no se obtiene estudiando los fallos de los otros o con algún otro tipo de esfuerzo concreto, ojalá fuera posible, pero no. Es más, la facilidad, por ejemplo, para darle vida a lo que narramos es algo que se tiene de entrada (el caso escandaloso de Fitzgerald, por ejemplo) o no se tiene. Y ya no digamos poseer la marca de agua, el estilo tan personal con el que articulan la experiencia nuestros escritores favoritos. Esa marca es innata también y está relacionada con el carácter de cada uno y la habilidad que se tenga para dar con ella. Leemos a Beckett, por poner un ejemplo, y nos traspasa su extraña y tan distinta y singular manera de verlo todo, y luego, por la tarde, descubrimos que el mundo se nos ha ido volviendo beckettiano y que, como nos temíamos, somos sólo palabras, estamos hecho de palabras, polvo de verbo, sin suelo en el que posarnos, y no nos importa ya quién habla, pues todo es falso, no hay nadie, no hay nada en el nunca jamás, mejor ahogarse en este aire inaceptable.

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