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Abolición y repudio

Entre retortijones debidos a la indigerible sentencia estatuaria, el Parlament de Cataluña ha votado una ley abolicionista de las corridas de toros. Formalmente no hay relación entre una cosa y otra. Los que en el pasado febrero, convocados por ese mismo Parlament, se mostraban contrarios a la abolición enfatizaban el hecho de que su defensa de la tauromaquia nada tenía que ver con una rancia concepción de la identidad española, como bien mostraba el origen mismo de los declarantes (un filósofo francés de origen judío alemán entre otros). Por su parte aquellos que se pronunciaban a favor de la abolición insistían en que la moción no tenía connotaciones de carácter identitario; el proyecto sería mero corolario de un programa etico-ecológico que apuntaría a revitalizar el sentimiento de comunidad con las demás especies animales. Esta separación formal de las reivindicaciones de los símbolos de Cataluña y la eventual abolición de la tauromaquia sería tranquilizadora si los argumentos que se han avanzado a favor de la última no estuvieran cargados de juicios de valor expresados de tal manera que resultan dolorosos, cuando no profundamente ofensivos, para muchas personas que nunca han pisado una plaza toros pero saben que la tauromaquia constituye una referencia de primer orden y una nota de identidad cultural para algunos de sus amigos o conocidos, y que lo era en cualquier caso para sus mayores. Para decirlo llanamente:

La tauromaquia está desgraciadamente en esta ocasión sirviendo a algunos de coartada para cuestionar la capacidad de decidir de los catalanes
El actual debate ha sido desde el arranque canalizado por unos y otros hacia un problema también identitario, y de ello los taurinos de Cataluña hemos sido las principales víctimas
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Sería discutible pero perfectamente legítimo un discurso que declarara la necesidad de que Cataluña acentuara las manifestaciones culturales propias, y que considerando que la fiesta de los toros no lo es, propusiera un desplazamiento de la misma con etapa final en la prohibición. No es legítimo por el contrario, como desgraciadamente tantas veces se ha hecho, pronunciarse por la abolición en razón no ya de la superioridad moral de la propia posición, sino de la intrínseca inmoralidad de la posición del adversario, que no se limitaría a seguir anclado en tradiciones bárbaras, sino que se complacería en el sufrimiento y en el dolor gratuito, no sólo de los animales. Ya he tenido ocasión de denunciar que, en una ocasión anterior, la propuesta de moción abolicionista presentada en el Parlament por Esquerra Republicana atribuía a los taurinos tendencias al abuso "hacia miembros de la sociedad, percibidos por los agresores como más débiles, como pueden ser las mujeres, los niños, los mayores o las personas inmigradas". Felizmente nada análogo aparece por escrito en la moción actual, pero, más allá de la dialéctica parlamentaria, no pueden dejar de resonar las terribles frases que se han llegado a pronunciar por vía de prensa, y en ocasiones por personas representativas de la vida social catalana.

Así por ejemplo -en boca de un conocido escritor- que la fiesta de los toros sería "más divertida" (sic) si el que muriera cada vez fuera el torero. Los taurinos han tenido inevitablemente el sentimiento de que respecto a ellos literalmente no se miden las palabras y sería ingenuo pensar que quien se siente banco de las mismas no experimente un profundo sentimiento de ofensa y- en el caso de muchos catalanes - de ser repudiado. El colectivo taurino constituye hoy en Cataluña una minoría, pero esta minoría representa a decenas de millones de personas que, desde la Camarga francesa a los Andes, pasando por Ceret y la localidad guipuzcoana de Azpeitia, reconocen en las fiestas de toros un elemento de cohesión de sus sociedades. Una crítica del fenómeno taurino debe hacerse como mínimo a partir de un esfuerzo por comprender las razones de estos millones de personas, pertenecientes a muy diversas lenguas y culturas. ¿Creen realmente nuestros abolicionistas que no se les hiere sin más identificándolos a antropófagos que encubrirían sus infrahumanas prácticas bajo los rimbombantes parapetos de la tradición cultural? El problema no es la diferencia, el problema es la jerarquización de la diferencia sustentada en el desprecio, desprecio a veces no exactamente de cuanto se ignora, sino desprecio de aquel que ha sido considerado como débil. Y en un segundo registro:

La tauromaquia está desgraciadamente en esta ocasión sirviendo a algunos de coartada para cuestionar la capacidad de decidir de los catalanes. Pero ello no hace sino aumentar el sentimiento de desarraigo y exclusión provocado por la radicalidad de los anatemas que se han vertido sobre la comunidad taurina de Cataluña, empezando por el hecho mismo de que se insinúe que algo tienen intrínsecamente que ver con la nostalgia de una España que siempre dio miedo a lo más sano del pueblo español. Tras conocerse la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, un dirigente de Esquerra Republicana declaró que no quedaba otra alternativa que la independencia, a lograr mediante un sereno tránsito, de tal manera que la meta resultara atractiva incluso para aquellos catalanes que tuvieran un sentimiento de fuerte vínculo identitario con España.. De hecho no se haría otra cosa que ampliar hasta un grado de pleno gobierno el consenso, al menos formal, que desde los años del Franquismo, permitió que centenares de miles de inmigrantes de la España rural, víctimas de la depredación económica de sus lugares de origen, coincidieran con los oriundos de la fabril Catalunya en incluir entre los objetivos políticos entonces primordiales el acceso a la autonomía, percibida como legítima y hasta viable tan sólo si expresara la voluntad común de una pluralidad reconocida como tal, primer paso que los hijos de unos y de otros fueran por igual parte del tejido social de Cataluña. ¡Qué poco recuerda aquel espíritu la condena al ocultamiento vergonzoso de todo sentimiento de empatía con la tauromaquia! Sí, el actual debate ha sido desde el arranque canalizado por unos y otros hacia un problema también identitario, y de ello los taurinos de Cataluña hemos sido las principales víctimas.

Cierto es que desde los años de la llamada transición la relación entre quienes se sienten españoles y quienes se sienten ante todo catalanes, envenenada hoy por columnistas de Madrid que tildan a Montilla de "charnego acomplejado", no se mejora cuando una cronista barcelonesa se refiere a Cataluña como a la "vaca que todo el mundo ordeña", víctima de "los vampiros que nos rondan" y se multiplican las declaraciones despectivas que aluden a los trabajadores del campo andaluz como parásitos subvencionados de los que conviene despegarse por ser una rémora en la lucha por abrirse paso, en la brutal competición que hoy enfrenta a individuos, culturas, lenguas, y pueblos enteros.

Lejos quedaron los tiempos en que el Norte, a través de los ojos lúcidamente militantes del Visconti de La Terra Trema, se acercaba al Mezzogiorno de los pescadores de Aci Trezza, a fin de entender y denunciar las razones contingentes de su postración económica para mejor captar las formas de organización de la vida cotidiana y la dignidad en la confrontación de aquellos hombres con la naturaleza, que hacían de aquel pueblecito meridional el espejo de una arcaica y profunda civilización. Cierto es que la relación de fuerzas permitía apostar a la idea de que el hombre estaba abocado a un destino trágico, pero no a un destino miserable. De aquella disposición de espíritu no queda ya rescoldo, y así el sálvese quien pueda se convierte en lema de individuos y de pueblos.

Victor Gómez Pin es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona y miembro de PSUC-INICIATIVA PER CATALUNYA

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