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PAISAJES DE PELÍCULAS. 4

Elogio de la ciudad indomeñable

Asomada al río Níger pero rodeada de un mar de arena, Tombuctú soportó la invasión yihadista que Abderrahmane Sissako reconstruye en su película

José Naranjo
Fotograma del filme nominado a los Oscar en 2015 Timbuktu, del director Abderrahmane Sissako.
Fotograma del filme nominado a los Oscar en 2015 Timbuktu, del director Abderrahmane Sissako.

Existen, que yo sepa, dos maneras de hacer frente a la adversidad. La primera es enfrentarse a ella con todas las fuerzas disponibles, rebelarse, luchar, plantar batalla, hostigar al enemigo desde todos los flancos. Esta es la opción que escogieron, con mejor o peor suerte, los rebeldes y generales que pueblan ruidosos los libros de historia. Sin embargo, hay otro camino. Más discreto, más silencioso. A la adversidad también se la derrota con paciencia, adaptándose a ella, dejándola hacer y aguardando el momento propicio, conjugando a toda costa el verbo resistir. Sus protagonistas son menos glamurosos y se agazapan, en ocasiones, en las estrofas de ciertos poetas.

La ciudad de Tombuctú escogió siempre el segundo camino. Asomada al río Níger pero rodeada de un mar de arena al que sabe que no puede derrotar, su espíritu no es guerrero. Su tesoro es el saber recogido en sus cientos de miles de manuscritos, no un trono dorado; su legado no son altas murallas ni un castillo ni una fortaleza, sino la primera universidad de África, las tumbas de sus 333 santos, el intrincado dédalo de sus primeras calles. Por eso, cuando el 1 de mayo de 2012 irrumpieron salidos de la oscuridad los yihadistas radicales ondeando banderas negras en lo alto de sus pick-ups, Tombuctú ya sabía lo que tenía que hacer, doblarse como un junco y aguantar. “Ya se irán”, dijeron los ancianos, “hagamos como que aceptamos sus normas y acabarán por marcharse, como han hecho otros”.

Prohibieron la música, el fútbol, hasta tomar el té en la calle. Obligaron a las mujeres a taparse de los pies a la cabeza. Le cortaron la mano al ladrón y repartieron latigazos por pararse a hablar en cualquier esquina. Pero, en realidad, ¿quién puede dominar el espíritu de quien no acepta ser dominado?, ¿quién puede hacerse con el alma de una ciudad que ha resistido al paso del tiempo en las peores circunstancias posibles, que ha visto pasar invasiones y pueblos distintos, que ha sido herida mil veces pero nunca vencida, que guarda en sus alacenas y baúles las claves matemáticas que explican el vuelo de los planetas?

¿Pescadera con guantes?

Por Berna González Harbour

La película que coleccionó este año siete premios César, uno en Cannes, otro en Chicago, y nominación al Oscar es una delicatessen que se goza y que atraganta a la vez. Con una construcción idónea de personajes muy fuertes en su sencillez y una fotografía limpia y generosa, suficiente para comunicar lo que hay que comunicar, Timbuktu se ha convertido en la voz de esas poblaciones africanas que jamás son noticia y que han sido vapuleadas por los radicales islámicos. La pescadera que protesta contra la orden absurda de llevar guantes mientras vende peces; el imam que intenta imponer sensatez a los radicales recién llegados de países distintos, cada uno de padre, madre y lengua diferente;  o los jóvenes que cantan frente a la prohibición, dan una lección de sentido común frente a la sharía. Gente corriente con sabiduría real. Además de premios, la película de Sissako (Mauritania, 1961) está cargada de lecciones.

De todo ello nos habla la película Timbuktu, del reconocido director mauritano de origen malí Abderrahmane Sissako, que recrea esos nueve meses de ocupación de la ciudad por parte de los yihadistas. Y de todos los personajes que habitan el filme destaca la mujer loca, que desafía las normas impuestas por los recién llegados, rodeada siempre de sus gallinas, estrafalaria, indomeñable porque no se rige por las leyes de los hombres. En cierta forma, ella es Tombuctú. En medio del fanatismo violento y opresor de los extremistas religiosos, su locura amable está preñada de esperanza, de libertad. Y cuando en la hora del rezo los terroristas emergen entre las columnas sombrías de la Gran Mezquita portando sus Kaláshnikov y el imam, sin alzar la voz, les reprende por su actitud y les dice “aquí, en Tombuctú, el que se dedica al islam aprende a usar la cabeza, no aprende a usar las armas”, aquellos no tienen más remedio que aceptar sus palabras. Porque toda la ciudad está impregnada de esta fuerza superior.

La película es un retrato lleno de símbolos que apelan a ese conflicto entre la libertad y la dominación. Como la escena, tan maravillosa como irreal, de los niños jugando al fútbol sin balón. Aun así, algunas de las pinceladas de Sissako se deslizan hacia lo naíf. En su potestad de autor y por tanto de recreador de la realidad, el director presenta una estereotipada y bucólica imagen de la vida tuareg en el desierto, alterada de súbito por la llegada de los radicales. Esta visión de plácidos atardeceres sobre la duna mientras los niños pastorean las vacas encaja más con la construcción europea del mito tuareg que con la realidad de la vida en el desierto. Por no hablar de cómo Sissako pasa de puntillas o esquiva directamente algunos elementos clave para entender lo sucedido en el norte de Malí en 2012-2013, como el conflicto intercomunitario o el tráfico de drogas que gangrena desde hace años esta sociedad.

A Sissako, candidato al Oscar con Timbuktu, le pasa un poco como a Mahamat Saleh Haroum, el director chadiano. Ambos representan la cara más visible de los cines africanos de los últimos años, sus realizadores más premiados en Europa. Sin embargo, en el calor pegajoso de la noche de los barrios de Yamena, los miles de aficionados que cada día acuden al cine por 20 céntimos de euro perciben a Haroum como un extraterrestre. En las decenas de cineclubes que salpican la capital chadiana lo que triunfa es Bollywood y producciones locales de jóvenes directores como Saleh Mahamat Adoum o Mahamat Hissène Adoum, que hablan de una África más reconocible para ellos, más próxima, que les interpela en su propio idioma.

Ninguna carretera llega a Tombuctú, solo pistas de tierra a través del desierto. Siguiendo las trazas dejadas por vehículos que nos antecedieron, en plena desbandada de los yihadistas, llegué a la ciudad a finales de un mes de enero, pocos días después de su liberación. Y la huella de los radicales aún estaba ahí: la increíble pero verídica historia del pequeño cajero automático convertido en cárcel de mujeres, edificios bombardeados, varios miles de manuscritos quemados, mausoleos arrasados, la puerta del Fin del Mundo destrozada. La imagen de los blindados del Ejército francés flanqueando la histórica mezquita de Djingareiber era de un anacronismo brutal, chocante, algo así como estacionar un dron en el Machu Picchu.

Muchas tiendas de árabes, acusados de colaboracionismo, habían sido saqueadas. No muy lejos del centro, visité una casa que fue objeto de una especial devastación, con las paredes desnudas de azulejos arrancados y surcadas por hendiduras donde antes estaban los cables eléctricos. Era la casa familiar de uno de los principales jefes yihadistas, nacido y criado en Tombuctú. En pleno bombardeo francés de la ciudad, vestido de paisano para no levantar sospechas, huyó a lomos de un burro. Porque no todos los radicales eran extranjeros, algo en lo que Sissako parece empeñado en poner el acento, ni todos los habitantes de Tombuctú apretaron los dientes durante esos nueve meses. Desbrozar la hierba y averiguar dónde está realmente la línea que separa el colaboracionismo de la simulación, las víctimas y los verdugos, nunca fue tarea fácil.

Aunque pasó lo peor —¿qué es una gota de nueve meses en un océano de siglos de historia?—, la ciudad sigue convulsa, pero en pie. Ocupada ahora por soldados de Naciones Unidas, cada cierto tiempo sobresaltada por un atentado, un ataque, un ajuste de cuentas, alguna muerte violenta. El hecho de que Sissako haya tenido que rodar su película en Mauritania y no en la propia Tombuctú es buena muestra de que la calma no acaba de regresar. Los terroristas que la quisieron convertir en una sombra ya no están, pero ha quedado claro que ellos solo eran una parte del problema. El mal que corroe al norte de Malí era y sigue siendo el olvido. En Tombuctú, sin embargo, saben vivir con ello. Y Sissako, esto es indudable, ha sabido recoger en su película el alma de esta ciudad. Los minaretes de sus mezquitas seguirán mirando al cielo. Y viendo el tiempo pasar, su mejor aliado.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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