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Columna
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Yihadismo y claridad

Antonio Elorza

Cuenta Elvira Lindo su asombro ante la afirmación de una contertulia tras el 11-S sobre el sufrimiento que habría llevado a “esos jóvenes” a practicar el terror. De ese tipo de justificaciones hubo legión. Destacados especialistas en el mundo árabe cargaron todas las culpas sobre el imperialismo, las humillaciones, etcétera. El 11-M solo sirvió para acentuar tal ofensiva a favor de la ceguera voluntaria. Y de esos polvos salieron los lodos de la pasividad cultural y en la enseñanza ante los contenidos de violencia en las religiones —todas pacifistas, ya se sabe—, y la inútil Alianza de Civilizaciones.

Frente a tales huidas, debe reconocerse que el terrorismo yihadista responde a una ideología asentada en los textos sagrados del islam. No es que el islam sea terrorista, sino que el yihadismo es el producto ortodoxo de entender la yihad desde la experiencia guerrera de Mahoma. Si integramos la fase de predicación en La Meca, siendo la yihad el esfuerzo hacia Dios, el resultado es más riguroso; solo que el yihadismo lo rechaza explícitamente. No vale, pues, decir que los terroristas no son musulmanes o que el Corán rechaza la violencia. Disipemos cortinas de humo. La más utilizada es la que minimiza la dimensión bélica de la yihad, distinguiendo entre la “yihad menor”, guerra, secundaria, y la “mayor”, del creyente consigo mismo (hadiz desprestigiado). No hablemos de que islam significa paz, y no sumisión. La actuación guerrera del propio profeta invalida la visión de la yihad como respuesta, desde el primer ataque a la caravana enemiga hasta el asalto al oasis judío de Jaybar. El versículo 8.60 disipa dudas: “¡Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería a fin de aterrorizar al enemigo de Alá, el vuestro!”.

En suma, el islam no es terrorista, pero existe una línea de interpretación, no correspondiente a la fase de definición teológica en La Meca, la del profeta armado, que fundamenta el yihadismo. Su prevención es imprescindible. Sin olvidar las vías indirectas de legitimación, como entre nosotros la mitificación de Al Ándalus. Para un creyente, Al Ándalus sigue siendo “tierra del islam”. Lo probó el 11-M. Así que de cuentos de hadas, los menos.

La imprescindible política de seguridad depende de un haz de actuaciones, en la enseñanza y en la formación religiosa; de nada sirve ensalzar el laicismo si surgen micro-sociedades dominadas por una mentalidad integrista. Este ensimismamiento se convierte en cauce posible de la radicalización de minorías; gracias a Internet, incidiendo sobre la umma, la comunidad de los creyentes. La amenaza se encuentra inscrita en el Corán: “Y combatidles hasta que no haya más fitná [discordia fundada sobre la no-creencia] y toda la religión [en el mundo] sea de Alá” (8.39). Es el Estado Islámico, más allá de Al Qaeda, referente principal a mi juicio del atentado de París.

Y la defensa no debe anular la acción positiva. Así, el olvidado apoyo a un islam democrático, realmente existente. El único antídoto al surgimiento de la islamofobia es la claridad; de ahí la conveniencia de afirmar, como hiciera Charlie Hebdo, la prioridad de la libertad de crítica. Otra cosa es que en nombre de esa libertad de expresión, no por representar al profeta, sino por el contenido xenófobo, dos caricaturas hubiesen merecido ser denunciadas en Dinamarca. Pero ante el estallido del fanatismo, la publicación como réplica del número monográfico, convirtió a los ilustradores no solo en paladines de la libertad de expresión, sino de la Libertad con mayúscula. Es lo que está en juego.

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