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“Las aguas bajaban agitadas y Dios parecía dormido”

Miles de fieles invaden a la plaza de San Pedro y sus alrededores para despedir al Papa, un día antes de que su renuncia sea efectiva

Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido... Antes, mucho antes de ser Papa, Joseph Ratzinger era un teólogo reconocido, hablaba con fluidez seis idiomas y conocía otros cuatro, leía griego antiguo y hebreo, tocaba al piano piezas de Mozart y escribía libros rasgando el papel con su letra diminuta. Hoy, sin embargo, al dirigirse a los fieles que vinieron a despedirlo a la plaza de San Pedro, Benedicto XVI dejó a un lado todo eso y utilizó las palabras sencillas del párroco de pueblo que se jubila.

Habló del cansancio y de la duda, de la fe y de la oración, y su voz a veces temblorosa del anciano que a los 86 años acepta con una sonrisa que la vida ya no da más de sí, se sobrepuso a todo lo demás. A los escándalos de los últimos meses, al lujo y al boato que rodea cualquier celebración en el Vaticano. Con palabras sencillas, el párroco Ratzinger se despedía de Roma: “Sentía que mis fuerzas disminuían y le pedí a Dios que me ayudara”.

Tal vez nunca como ahora, liberado de la pesada carga de dirigir una Iglesia golpeada por los escándalos y las herencias envenenadas, tomada la gran decisión, Joseph Ratzinger se mostró más cercano que nunca. Desde que, el pasado día 11, anunciara por sorpresa que renunciaba al papado, sus últimas intervenciones dieron pie a ser leídas entre líneas. Benedicto XVI quiso dejar su legado de manera oral, en directo, para que no fuese susceptible de ser manipulado. Habló del “sufrimiento y la corrupción” que golpean a la Iglesia y envío lejos del Vaticano a quienes, desde puestos relevantes de la Curia, fueron piedra de escándalo y no ejemplo de conducta. “El diablo”, advirtió en un encuentro con cardenales, “trabaja sin descanso para ensuciar la obra de Dios…”.

Hoy, sin embargo, a cielo abierto, con la plaza de San Pedro llena de fieles y francotiradores apostados en las azoteas, Joseph Ratzinger dedicó la tradicional audiencia general de los miércoles —la última de su pontificado, la número 348— al adiós sencillo e, incluso, a la confidencia: “En los últimos meses, he sentido que mis fuerzas habían disminuido y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara para hacerme tomar la decisión más justa, no por mi bien, sino por el bien de la Iglesia. He dado este paso con la plena conciencia de su gravedad, y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo”. Dijo Benedicto XVI que ya en 2005, cuando fue elegido Papa, ya sintió sobre sus hombros “un gran peso”, pero añadió que que nunca se sintió abandonado por Dios: “Me ha guiado, ha estado cerca, cada día he sentido su presencia”.

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Ya todo está listo. Según el Vaticano, Joseph Ratzinger abandonará el Vaticano ligero de equipaje. Solo llevará solo sus documentos personales, primero a Castel Gandolfo y después —se calcula que dentro de dos meses— al convento de monjas en el interior del Vaticano. Ratzinger seguirá vestido de blanco, aunque ya sin los mocasines rojos –que representan el martirio—ni el Anillo del Pescador, que será anulado, no destruido. Después de reunirse por la mañana con los cardenales –a 67 de los que elegirán al nuevo Papa los ha nombrado Benedicto XVI--, Joseph Ratzinger vivirá sus últimos momentos en el Vaticano. A las cinco de la tarde, subirá a un helicóptero que lo llevará a Castel Gandolfo, a unos 18 kilómetros de Roma. A las ocho de la tarde, dejará de ser Papa. No habrá ningún ceremonia. Solo un detalle, un gesto: los guardias suizos cerrarán las puertas del recinto. Cuando el Papa emérito –así será considerado Ratzinger—regrese a Roma, otro Papa estaré en funciones.

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Es una situación extraña. Dos papas conviviendo en el Vaticano. Sobre esto, aunque sin citarlo expresamente, también quiso hablar Benedicto XVI. Dijo: “Mi decisión de renunciar al ministerio petrino no revoca la decisión que tomé el 19 de abril de 2005 [su llegada al papado]. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, conferencias. No abandono la Cruz, sigo al lado del Señor crucificado, pero de una nueva manera…”.

Hasta ahora, los papas no se despedían. Dios los recogía en su seno y, pasados unos días, el Espíritu Santo sobrevolaba la Capilla Sixtina para que los cardenales reunidos en cónclave acertaran al elegir al nuevo sucesor de Pedro. La renuncia de Benedicto XVI abre un tiempo nuevo, de dudas y también de peligros. Tal vez eso, las decenas de miles de fieles que este miércoles se acercaron a la plaza de San Pedro se conmovieron cuando Benedicto XVI, el papa teólogo, tan frío en comparación con el carisma de Juan Pablo II o la bonhomía de Juan XXIII, quiso mostrarse ante ellos como el párroco que se despide de sus vecinos. Como el abuelo que le cuenta al nieto las batallitas de sus naufragios. “Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido”.

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