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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Alemania y la venganza de Eurovisión

La locomotora económica de Europa se fue de Viena con cero puntos

Rosario G. Gómez

El ritual se repite inexorablemente año tras año. Más allá de las fronteras de la Unión Europea, el Viejo Continente cuenta con un foro que sirve para calibrar, aunque sea con trazo muy grueso, el estado de la geopolítica. Con la excusa de la música, el Festival de Eurovisión se ha convertido en un escenario privilegiado en el que mostrar algo más que el rancio folclore. Es un altavoz en el que resuenan reivindicaciones históricas y donde se escenifican alianzas estratégicas. Aunque las bases de la organización lo prohíban, un espectáculo con una audiencia de 200 millones de personas es un escaparate demasiado tentador para dejar pasar la ocasión.

En la última edición (la 60ª, celebrada el sábado, con Austria como anfitriona y Australia como invitada de honor) no ha sido menos. La más enfática nota de la discordia la entonó Armenia con su canción Enfréntate a la sombra, defendida por un sexteto reclutado en la diáspora, entre esos supervivientes del genocidio practicado sobre el pueblo armenio por el Imperio Otomano hace ahora cien años. El estribillo de la canción armenia —“No lo niegues”— invitaba a pensar en una matanza que pudo haberse cobrado hasta 1,5 millones de víctimas mortales y que sistemáticamente ha sido rechazada por Turquía. Se quiera o no, el eurofestival no es solo un concurso musical, como quedó patente el año pasado con la estruendosa pitada que recibieron las representantes de Rusia, por aquel entonces en el punto álgido del conflicto con Ucrania.

Algunos países han aprovechado este foro para apoyar el matrimonio entre homosexuales o criticar el drama de la inmigración infantil. Otros han utilizado Eurovisión para intentar disfrazar un régimen dictatorial, como hizo en 2012 Azerbaiyán, anfitriona del evento. Aquel año todos parecieron mirar hacia otro lado para no ver la represión política, la falta de libertades y el pisoteo a los derechos humanos en la exrepública soviética. Pero está claro que las normas de la UER no incluyen exigir pedigrí democrático. Como decía Garton Ash, no existen reglas universales para decidir si hay que boicotear un acto cultural como el Festival de Eurovisión cuando se celebra en un país represivo y corrupto.

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Sobre lo que sí se ha alcanzado un alto grado de consenso es en el empeño de acabar de un plumazo con la pluralidad lingüística del continente. Contra viento y marea resisten los países latinos (Francia, Italia, España cantaron en su idioma), pero un porcentaje cada vez más apabullante de naciones —desde las escandinavas a las balcánicas, pasando por las bálticas y caucásicas— han abrazado el inglés sin ningún prejuicio. Incluso Alemania, que lleva la batuta económica con mano de hierro, ha claudicado ante la lengua madre de Eurovisión. Los castigados por la crisis, es decir, todos, tuvieron ocasión de vengarse. La todopoderosa Alemania salió de Viena con cero puntos. Cero patatero, en términos políticos.

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