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La frágil eternidad de Maria Callas

Cuando se cumplen 60 años de su debut en Estados Unidos, se ultiman nuevas remasterizaciones de su obra que saldrán a la venta en septiembre La revolución en su manera de interpretar sigue viva

Jesús Ruiz Mantilla
Maria Callas posa en diciembre de 1958.
Maria Callas posa en diciembre de 1958.GETTY

Como el eterno efluvio que le recordaba a su amado padre, preso cada día en el aroma a unas gotas de Roger & Gallet esparcidas en un pañuelo de encaje, el perfume de Maria Callas llega hasta nuestros días con la potencia del mito que cambió la ópera para siempre.

Cabrían excusas de sobra para rememorarla. Podríamos echar mano de las efemérides. Hace 60 años, por ejemplo, debutó en Estados Unidos. Fue en la Ópera de Chicago, un paso previo a su consagración en el Metropolitan dos años más tarde. La obsesión por triunfar en el país que la vio nacer en 1923 —pese a después considerarse griega— en Nueva York, donde creció por Washington Heights, marcó su carrera.

Se cumplen seis décadas más o menos justas también de aquella época en que apareció ante el público tras haber perdido 35 kilos con la intención de acercar más su figura al tipillo avispa de Audrey Hepburn que al de una valquiria wagneriana. La versión oficial habla de un régimen severo. La otra, que lo consiguió mediante un método que hoy espantaría a cualquier profesional poco digno: incubando una solitaria que devoró todo lo que engullía y que a cambio le proporcionó su famoso cuello de jirafa.

No estaría de más utilizar una percha comercial, como es el hecho de que, en septiembre, Warner Classics pondrá en el mercado 69 discos remasterizados en los estudios de Abbey Road con tecnología punta. Pero a fin de qué buscar excusas. La Callas por sí misma es la Callas. Y ya.

La gran soprano supo trasladar a cada uno de sus personajes sus experiencias personales

Fiera inmortal, criatura capaz de desafiar una vida de humillaciones para convertir su constante drama personal en arte, icono del divismo a caballo entre los pedestales del Olimpo y la fragilidad de los juguetes rotos en la era de los fenómenos globales, revitalizadora de un modo de expresión caduco como la ópera a base de trasladar al mismo la modernidad de propuestas como el método interpretativo propio del Actor’s Studio. Fascinante personalidad para ser hurgada hasta el fondo en biografías, crónicas, testimonios que si bien indagan al detalle en su día a día, no consiguen desentrañar el misterio de su talento.

Generosa y vengativa, fiera indomable —salvo por la trituradora del magnate naviero Aristóteles Onassis, que la destrozó con un romance pasional mediante el cual desatendió su carrera—, majestuosa y vulnerable, Maria Callas marcó su época.

Tanto que Teresa Berganza, en la semana que ha recibido un merecido Premio Yehudi Menuhin, tiene la generosidad de apartar el foco sobre sí misma en declaraciones a EL PAÍS para ofrecérselo a la diva, con quien coincidió en Dallas para hacer Medea: “La conocí, cierto, pero me hubiera gustado conocerla mucho más. Tenía dos perritos caniches, Tea y Toy, pues bien, yo era el tercero. No me aparté de ella el mes que estuvimos juntas”.

De aquel fenómeno, la entonces joven Berganza, aprendió algo que le marcó a conciencia: su perfeccionismo. “Ella era miope y debía bajar deprisa unas cuantas escaleras para la representación. Tenía miedo a caerse y se pasó 30 días trabajando ese movimiento antes de empezar los ensayos. Cuando la veías descender decías: qué maravilla. De lo que nadie se daba cuenta era del esfuerzo que había detrás”. Eso como detalle aclarador. Pero si nos atenemos al fondo, la mezzosoprano madrileña aduce otro rasgo: “Su palabra. La importancia que le daba al texto. Podías entender perfectamente todo lo que salía de su boca ya fuera en cualquier idioma”.

Y luego estaba, cómo no, su manera de abordar los personajes. En eso sí que dio un giro a las concepciones clásicas. Con Maria Callas, los cantantes dejaron de limitarse a entrar por la derecha, atacar el aria y salir por la izquierda. Pero en ese crecimiento exclusivo con una aportación extra al arte de interpretar, jugaban su papel directores de escena como Luchino Visconti o Pier Paolo Pasolini, que la encaminaron a ello, como sostiene esa gran dama del teatro que es Nuria Espert: “Todas aquellas aportaciones dan lugar a que se termine una época y se dé paso a otra en la que la ópera comienza a interesar y a atraer a nuevos públicos: se rejuvenece”.

En esa suma que aumentaba para su arte los quilates del teatro, Maria Callas supo trasladar a cada personaje sus experiencias personales. Así como en Marlon Brando, con los métodos en boga, podías apreciar el rastro de sus calvarios íntimos cuando nos presentaba a Stanley Kowalski en Un tranvía llamado deseo o al boxeador fracasado y chivato Terry Malloy en La ley del silencio, a través de la diva apreciabas su dignidad labrada a base de humillaciones en La Traviata o su predisposición al sacrificio en Norma. Así que los públicos que contemplaban aquello no volvían a tragarse el cartón piedra tan común en los demás.

Desde que nació, su infancia de patito feo y cenicienta marcada por las manías de una madre capaz hasta de traficar con ella medio emputeciéndola para militares de tres al cuarto, fueron forjándole un carácter. Separada a la fuerza de un padre protector, obligada a regresar a Grecia cuando comenzaba su adolescencia, Maria descubrió bien pronto que mediante la voz que entonaba canciones ligeras latinas y embelesaba al vecindario, contaba con un arma que marcaba la diferencia.

Estudió en el conservatorio de Atenas con Elvira de Hidalgo, que la llevó por el buen camino, convencida de que fenómenos así nacen una vez cada 100 años. Gorda, feúcha, atiborrada de granos, acomplejada, decidió que en vez de consagrarse al amor, se entregaría a la música. Aun así, con el encanto de su susurro desgarrador, embelesó a un rebelde que acabó martirizado por los militares y a un potentado italiano, que cuando la escuchó en su debut veronés decidió hacerla su esposa.

Generosa y vengativa, fiera indomable salvo por la trituradora de Onassis que la destrozó

Fueron los tiempos de sus comienzos, cuando no tenía un duro para sobrevivir en la ciudad que inspiró a Shakespeare Romeo y Julieta, y pudo hacerlo gracias a un adelanto que le entregó el director Tullio Serafin. De su maleta de cartón en aquella época a los traslados con 10 abrigos de piel, 100 pares de zapatos o 30 sombreros ocurrió un largo trecho en que se casó con el bueno de Giovanni Battista Meneghini y fue engordando su repertorio entre títulos belcantistas —despreciados antes que ella los reivindicara en EE UU—, verdis y puccinis que consiguieron que tumbara a su oponente Renata Tebaldi y montara buenos ciscos en la Scala entre partidarios de una y otra. También tuvo que tragarse la ruptura de relaciones con su odiosa madre y una permanente insatisfacción sexual de la que hay que culpar a su primer marido.

Ella se ocupó de ser la Callas hasta que, como dice el anecdótico y chismoso libro de Alfonso Signorini Tan fiera, tan frágil (Lumen), pasó a ser Maria. La frontera entre el mito del canto y la mujer tenía un nombre: Aristóteles Onassis. Con él alcanzó la euforia y el orgasmo tras haber sido presentados por la cotilla del momento, la periodista de vida social, Elsa Maxwell, lesbiana impenitente que le tiró los tejos y con quien mantuvo una relación ambigua.

En mitad de un crucero en el que Winston Churchill no se dignó a levantarse cuando se la presentaron —al fin y al cabo, ella era la Callas, pero él había derrotado a Hitler—, entre cojines forrados por prepucio de ballena, Onassis la conquistó, se divorció, se rebotó de lo lindo cuando le dijo que estaba embarazada de un hijo suyo —que murió al nacer con el tiempo justo de poder ser bautizado como Homero— y la utilizó para acercarse descaradamente a los Kennedy. Luego él sedujo a la viuda del presidente y aquello produjo la caída de Callas junto a una fuerte dosis de sonambulismo aderezada con atracones de somníferos. Con la voz rota y sin razones para vivir, Maria fue apartándose de todo hasta morir, a los 53 años en París. Quienes caminan por el cementerio de Père Lachaise sienten aún el aroma de ese perfume salvaje de su voz atrapada en el tiempo y un halo de frustración en el ambiente que resume Espert: “Pese a haber buscado desesperadamente la perfección toda su vida, llegó a ser lo que es para nosotros, sobre todo, gracias a sus imperfecciones”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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