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el pulso
Columna
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El inagotable vicio de publicar una vez muerto

El libro póstumo tiene de su parte la nostalgia de los lectores, que no nos resignamos a dejar de esperar una nueva obra

El funeral de Paddy Dignam.
El funeral de Paddy Dignam.Geary Sweeney (Getty)

En el mundo de la literatura, el más allá está a la vuelta de la esquina y por eso muchos autores siguen escribiendo después de muertos, cuando sus familias, sus albaceas o sus editores empiezan a desenterrar obras inéditas o perdidas con las que aprovechar el tirón publicitario de las necrológicas. El libro póstumo tiene de su parte la nostalgia de los lectores, que no nos resignamos a dejar de esperar una nueva obra de nuestros autores favoritos, y eso hace que sea muy fácil imaginar los ríos de tinta que recorrerían el mundo si apareciesen, como por arte de magia, el manuscrito de La cordillera, de Juan Rulfo, la novela en la que trabajó durante diez años el autor de Pedro Páramo y que supuestamente destruyó por no estar satisfecho; o, por ejemplo, la famosa maleta llena de originales que la primera mujer de Ernest Hemingway perdió en una estación de tren en Francia.

Es verdad que gracias a esos hallazgos han llegado hasta nosotros los poemas secretos que guardaban en sus baúles Emily Dickinson o Fernando Pessoa, el Ariel de Sylvia Plath, que es uno de los poemarios más célebres del siglo XX, o El oficio de vivir, de Cesare Pavese. Pero también es cierto que, en muchas ocasiones, parece que el negocio está por encima de la necesidad, porque ¿realmente le añade algo a la poesía de Federico García Lorca que se dieran a conocer sus poemas escolares; o a la de Luis Cernuda que se añadiesen a La realidad y el deseo los textos que él había dejado fuera por no considerarlos a la altura de los demás? ¿A Julio Cortázar le habría gustado ver impresa, bajo el título de Papeles inesperados, aquella colección de descartes de Historias de cronopios y de famas, Libro de Manuel o Un tal Lucas que sus herederos juntaron con algunos poemas, relatos o artículos dispersos, antes de ponerla en nuestras manos? ¿No es inquietante que Roberto Bolaño no pare de publicar libros desde que pasó a mejor vida: 2666, El secreto del mal, La universidad desconocida, El Tercer Reich…? Quizá esas preguntas no admiten un sí o un no como respuesta, sino sólo un depende: cualquier lector del propio Hemingway se alegrará de que tras su suicidio saliera a la luz París era una fiesta, y muy pocos de que años después lo hicieran Islas a la deriva y, sobre todo, El jardín del Edén.

“Todo hombre tiene la estatura del desastre. / Todo hombre es una amenaza amiga de la ruina”, dejó escrito Leopoldo María Panero en uno de los poemas de Rosa enferma, aparecido poco después de su fallecimiento en el sello Huerga & Fierro. No es difícil imaginar que en el futuro aparecerán más versos suyos, porque a este lado del más allá la eternidad va muy deprisa: cuando la editorial Visor acaba de dar a conocer la última creación de Juan Gelman, Hoy, ya se anuncia en México, donde vivía el premio Cervantes argentino, la inminente llegada de otro volumen, Amaramara.

Nunca sabremos si a Truman Capote le hubiese agradado que llegasen a ver la luz sus inacabadas Plegarias atendidas o Crucero de verano, la novela que mandó tirar a la basura durante una mudanza y que rescató del naufragio el portero de la casa. O qué hubiese pensado Alberto Moravia al ver en los escaparates Los dos amigos, que nunca llegó a dar por terminada. Yo no los imagino felices, sino un poco contrariados, “como un hombre hostil a sí mismo / que enseña a otros hombres / el pez incompleto que lleva en la mano”, según dice en su Rosa enferma el heterodoxo Leopoldo María Panero.

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