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Banda sonora de un país

Esta tierra suena. Más allá de géneros y épocas, la melodía corre paralela a su historia

Una reina de la belleza de Manaos, de 18 años, baila en la calle con los aficionados para celebrar la victoria de su equipo en un campeonato amateur estatal, en 1997.
Una reina de la belleza de Manaos, de 18 años, baila en la calle con los aficionados para celebrar la victoria de su equipo en un campeonato amateur estatal, en 1997. Christopher Pillitz

Brasil es tierra de músicos y de música. Cualquier selección que uno haga de sus artistas será siempre injusta, incompleta, subjetiva, parcial y discutible.

Ha dado tantos genios a la música que sólo Estados Unidos puede competir. Al ser un país relativamente nuevo, moderno, la música culta (“erudita”, que dicen ellos) y la popular se desarrollaron de forma paralela, mirándose, escuchándose, nutriéndose la una de la otra. Como debe ser, y nunca es. Nada más saludable.

Para los que aman la música brasileña no hay distinción de géneros ni de épocas: desde los fundadores Ernesto Nazareth y Miguel Gomez y sus continuadores Villa-Lobos y Chiquinha Gonzaga, a personalidades geniales como el gran Pixinguinha, o los grandes de la generación intermedia como Ary Barroso, Dorival Caymmi, Noel Rosa o el maestro Rada­més Gnattali, autores de páginas inmortales de la música popular, hasta ese ecuador de la música brasileña que es Antonio Carlos Jobim, frontera entre el pasado y el futuro, entre la tradición y la modernidad, donde una vez más lo clásico y lo popular, el folclore y el jazz forman parte de una misma obra, inseparables, irreductibles, una misma cosa.

Con el golpe militar (“revoluçao”que dicen ellos) y las políticas neoliberales llegaron las corporaciones, las televisiones privadas, los festivales de la canción… Todo se mercantilizó. Y el daño que se hizo a la música de Brasil fue total. Como a la de todos los países, me podrán decir. Sí, pero en Brasil había mucho que destruir. Un talento infinito. Un arte que envolvía el país entero, sin distinción de sexo, raza o clase, y lo ponía a bailar o lo arrullaba con las más bellas melodías.

A finales de los cincuenta y principios de los sesenta –contemporáneamente a las nuevas olas–, Brasil vivía una edad de oro: una explosión colectiva de talento, uno de esos momentos mágicos donde un país acumula tal poder de creación que se convierte en el centro del mundo. La capital musical del planeta.

Nació la ‘bossa nova’, un movimiento de veteranos y de jóvenes, de músicos profesionales y amateurs, de blancos y de negros, de ricos y pobres, de poetas y músicos, de instrumentistas y cantantes, en fin, de mujeres y hombres que pusieron a Brasil en la cima de la música mundial y lograron que el mundo entero se enamorase de Brasil gracias a su música.

Entre los años cincuenta y los sesenta Brasil vivió una explosión de talento que lo convirtió en capital musical del planeta

El capitalismo –esa forma de barbarie que algunos confunden con el libre mercado– acabó con el arte musical en Brasil, con la música instrumental, con las orquestas… Un puñado de geniales cantantes de la MPB [música popular brasileña] mantuvieron viva la llama: Elis Regina y João Gilberto, Caetano Veloso y Chico Buarque, Gilberto Gil y Milton Nascimento

Pero el genocidio artístico se había consumado. Muchos de los mejores instrumentistas de Brasil se dispersaron por el planeta, infiltrándose en las mejores bandas del mundo y haciéndolas sonar mejor. Y los demás se quedaron a acompañar a los cantantes a veces buenos, otras…

Tenório Jr. y Victor Assis Brasil, dos de sus jazzistas más destacados, morían prematuramente, el primero asesinado en los días anteriores al golpe en Argentina.

Muchos fueron a Estados Unidos, otros a Europa: João Donato y Moacir Santos, Raul de Souza y Paulo Moura, Eumir Deodato y Airto Moreira, Claudio Roditi y el Trio da Paz… Y tantos y tantos otros. ¡Pero si hasta el mismísimo Jobim tuvo que emigrar a Estados Unidos en busca de un clima más favorable para su música!

Fue algo así como si a los impresionistas los hubieran disuelto y los hubieran mandado a pintar fachadas. O a los directores mejores del Hollywood dorado los hubiesen reconvertido en directores de spots de publicidad. O a nuestra generación del 27… Bueno, a éstos en realidad les pasó lo mismo, o parecido. Barbarie, dictadura y exilio.

Pero claro, como Brasil es una fábrica de música, ni por un segundo ha dejado de haber músicos geniales aunque, eso sí, florecieron horteras de todos los colores y categorías en número suficiente para abastecer varias galaxias.

Pero no hay que pensar que en Brasil se ha dejado de hacer buena música, la mejor, pues además de los grandes de la MPB, todos en activo, siguen veteranos como Hermeto Pascoal o Alaide Costa o Francis Hime, y un largo etcétera de cantantes e instrumentistas, y otros más jóvenes, aunque ya maestros indiscutibles, como Marisa Monte o Arnaldo Antunes, o la Banda Mantiqueira, tal vez la mejor big band del mundo, o la guitarra de Marcus Tardelli, o la voz de Rosa Passos, y seguiría hasta llenar varias páginas de esta revista sólo con nombres propios.

En Prima della revoluzione, la película de Bertolucci, un personaje gritaba: “¡No se puede vivir sin Rossellini!”. Me confieso amante incondicional del cine de Rossellini, pero creo que podría vivir sin él. Sin embargo, creo que… ¡no se puede vivir sin la música brasileña!

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