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REPORTAJE

La ilusión brasileña

Ibérica de raíz, mestiza en el destino, embelesada por el poder, heroica, marinera, sensual, inclinada a la intriga novelesca y a la poesía, el alma de Brasil vive su tiempo más luminoso.

Vista de la favela Matinha, junto al barrio de Tijuca, de clase media.
Vista de la favela Matinha, junto al barrio de Tijuca, de clase media. FRANCESCO ZIZOLA

El país donde se nace proporciona una visión utópica. No hay imparcialidad a la hora de definirlo. Abordo Brasil con cuidado. Acierto y me equivoco. Mas poco importa. Quién acertaría lidiando con un país de semejante magnitud, con un territorio que al sobrevolarlo se corre el riesgo de pensar en el Caribe, a pesar de seguir dentro de sus fronteras. Y que, a pesar de esta desmesura, no sufre turbulencias lingüísticas. Con el privilegio de ser mestizo en el cuerpo y en la memoria sincrética. Un mestizaje que va más allá de los cuerpos, pues ha teñido el alma y devora las entrañas de su cultura, que es insidiosa y espléndida, como debe ser.

Brasil es una amalgama de todos los seres y saberes. Entre tantas etnias, somos fundamentalmente ibéricos, hijos de la imaginación portuguesa y española. Herederos de un universo impregnado de ficción, de fantasía, de una peculiar noción de la realidad. De una realidad que, concebida como invención personal, cada cual narra según sus ideas. Propensos nosotros, debido a una vocación individualista, a oponernos a los proyectos colectivos, a las organizaciones sociales programadas para durar. Con excepción tal vez de la construcción acelerada de la capital, Brasilia, que guarda proporción con las pirámides de Egipto.

El realismo patrio está moderado en general por una fuerte dosis de fantasía. Así, tanto inventar como fantasear forman parte de la índole social. De ahí que nos agrade aparentar lo que no somos, exhibir lo que nos falta, simular la posesión de bienes que no tenemos, que pedimos prestados al vecino. En consecuencia, proclamamos, eufóricos, que somos amigos del rey, del presidente, invitados del alcalde de la ciudad. Y para presumir de un valor que no tenemos, sacamos con facilidad del bolsillo del chaleco un nombre famoso, insinuando intimidad con él.

Esta danza de apariencia y exhibición hace mucho que se instaló entre nosotros. Somos cortesanos gustosos. El poder es la miel de nuestras vidas. Procede de diversas etnias, pero en especial de la península Ibérica, y prosperó en el alma brasileña antes de que existiésemos como nación. Un comportamiento social que nos lleva a investigar sobre nuestra génesis.

Ni siquiera los exégetas brasileños, quienes se aventuraron a definir nuestra índole brasileña, que tan bien refleja nuestra conducta pública y privada, han logrado asegurarnos de qué linaje procedemos, y qué es lo que nos une y lo que nos separa. O recorrer a tientas en el horizonte lo que pertenece puramente al ámbito del misterio. Han dicho incluso con exactitud literal dónde se resguarda la matriz de nuestro ser. Han dicho por medio de voces canónicas y populares lo que significaba ser brasileño a lo largo del siglo XIX o no reconocerse brasileño en las turbulencias del siglo XXI.

Acaso ser brasileño, una denominación que cubre el territorio nacional de norte a sur, que abarca por tanto ocho millones de kilómetros cuadrados, es simplemente nacer dentro de este territorio, o incluso a la orilla del océano Atlántico, ahora que somos dueños de las 200 millas marinas? ¿Es nacer en un lugar húmedo o seco que no se ve en el mapa ni con lupa? ¿Una aldea, al margen de la civilización, que la madre, después de parir al hijo, inventó para asegurarle que, así hubiese venido al mundo en un barranco, era brasileño? Mientras tanto, le llenaba la cabeza de quimeras, leyendas, relatos, con el fin de garantizarle la certidumbre del nacimiento y la humanidad.

¿Ser brasileño, entonces, es tener la epidermis y el alma mestizas, resultado de las andanzas humanas por el mundo? ¿Presentarse a las autoridades provisto de documentos en los que está consignada la filiación, como nombre del país, fecha de nacimiento, datos, en fin, que se incorporan a la estadística y controlan a la ciudadanía? De qué etnia procede su cabello, si es liso o encrespado, mientras que la nariz tiene las fosas anchas, de origen bantú, y otros, el apéndice curvado que indica procedencia semita. Etnias que de nada les sirven a los brasileños. Lo que vale es formar parte de todas las tribus, proclamarse hijo de las andanzas humanas por el mundo.

¿Acaso ser brasileño es tener idiosincrasias similares, pasiones que se igualan, temperamentos que se agitan con la misma bandera nacional, en la que está escrita la divisa “Orden y progreso”? ¿Norteños que padecen sed y sureños que se pierden en las pampas, tomando mate como si fuesen argentinos?

Relatos astutos y mentirosos moldean nuestra historia

¿Se es brasileño por la lengua que se habla en el hogar, en la cama, en la vía pública? Con independencia del deje que adopta cada región, uno nasal, otro más gutural, otro más agudo, pero dejes que suenan como música en los oídos de quien se emociona con la fragmentación de las características. Una lengua llegada de Portugal hace más de quinientos años. Y que se convirtió en la lengua de los quebrantos, de los deseos eróticos, de la elocuencia parlamentaria, de los sentimientos recónditos. La lengua de los amantes y de la poesía. Pero también de los soldados, de los corruptos que hoy tanto abundan en el territorio nacional, sobre todo en la capital del país. De los dictadores que fueron expulsados tras la implantación de la democracia en 1988, de los vándalos, de los martirizados de otros tiempos y de los que aún padecen a manos de los poderosos. También de los astutos, de los mentirosos, de los falsos dueños de las palabras, de los doctrinarios sin escrúpulos que en los tiempos actuales, desde la tribuna de la capital, nos embaucan so pretexto de servirnos. La lengua de los vencedores, de los pecadores. De los que piden perdón sabiendo que volverán a incurrir en la misma culpa.

Hay muchas maneras de ser brasileño. Es reír confrontados con el ridículo que atribuimos al vecino como causante de la situación opresiva. Reír para que aprecien nuestro humor. Es llorar cuando el dolor es público y nuestro llanto demuestra la excelencia de nuestro carácter, nuestra sensibilidad al dolor ajeno. Es abrazar a quien sufre como si la manifestación de pesar le asegurase al otro que seremos eternamente solidarios.

Ser brasileño es desgarrarse las cuerdas vocales a la hora del gol, como modo de llevarnos la ilusión a casa y con ella afrontar la semana entrante a pesar del transporte, de las deudas que se acumulan, de la educación precaria de los hijos, de la vivienda que un temporal derriba matando a dos o tres familiares. Es beber la cerveza que el vulgo y la emoción llaman rubia helada, como si se estuviesen refiriéndose quién sabe si a la rubia Marilyn Monroe, creando un vínculo erótico con la botella, de forma que busquemos similitudes en torno a la mesa y dejemos para más tarde las divergencias que nos apartan, pues conviene olvidar que son escasos los recursos que nos unen. Es decir pullas que atraigan la expectación de los vecinos, tomando como objeto de nuestra crueldad a alguien a quien era necesario castigar. Un homosexual, por ejemplo, un travesti, una prostituta. No hay piedad en ningún país.

Aparentamos, entonces, ser cervantinos. Somos brasileños como cuando abrazamos a quien está próximo, al vecino en la hora del gol que decide el partido, fortalecidos por la esperanza de vencer los embates de la semana entrante. Como cuando, emotivos y vulgares, sorbemos la cerveza que cristaliza similitudes en torno a la mesa y transfiere al futuro las divergencias que ahora nos apartan.

Ser brasileño es aceptar el misterio, convencido de que como Dios es brasileño, le corresponde solucionar nuestros conflictos. Es saber que Brasil es nuestra morada y el alojamiento de nuestros muertos, y que nada nos faltará. Ni techo, ni sopa humeante. La vida nos provee de sol, sal, alegría y la esperanza de los días venideros.

Al fin y al cabo, en los trópicos brasileños las cosechas se multiplican como en las bodas de Canaán. Es la tierra de la que Pêro Vaz de Caminha, en 1500, aseguró al rey don Manuel, en Lisboa, que aquí lo que se plantase nacería. Así nacieron los plátanos de la infancia junto a la fecundidad de palabra de la lengua lusa portuguesa. Para nosotros, los ciudadanos, es una especie de paraíso que premia la memoria tanto con recuerdos como con olvido. Pues tenemos la propiedad de olvidar lo que conviene borrar. Tampoco prospera la trascendencia, a pesar de los cultos sincréticos y de que Dios esté en todas partes, y no se respeta el enigma. No tenemos, por tanto, vocación filosófica, como los alemanes. Y debido a la fuerza de la intriga y a la inmanencia de la metáfora, nos inclinamos por la novela y por la poesía.

Con todo, la memoria que los brasileños cultivan se corresponde con la materia que guardamos del mundo. En consecuencia, para ser brasileños somos griegos, romanos, árabes, hebreos, africanos, orientales. Somos parte esencial de las civilizaciones que desembarcaron en esta tierra en la que afloran la abundancia, la alegría, la traición, la ingenuidad, el triunfo del bien y del mal, la ilusión, la melancolía. Atributos todos ellos nutridos por el frijol negro bien guisado, el arroz blanco bien suelto, el bizcocho de maíz, el bistec encebollado y los ángeles de azúcar y yema de huevo que adornan el paisaje atlántico y del interior.

En Brasil, a lo largo de los siglos, han surgido relatos astutos y mentirosos que moderan nuestra historia. Héroes y malhechores, de estirpes enmarañadas. Otrora abominados, hoy reverenciados. ¿A quién le interesa el juicio histórico? Pero personajes acordes con las torpezas y las inquietudes de su tiempo. Acomodados a la sombra del mango que resiste los años, mientras pulsaban las cuerdas de la viola y del corazón.

Cuna de héroes y marineros, en este litoral los barcos de la imaginación cruzaron los mares, instalaron culturas hechas de las sobras ajenas. Quien aquí nació, o aquí desembarcó, hundió en el pecho brasileño banderas, hábitos, lengua, locas demencias.

Es necesario, por tanto, que al viajar a Brasil, el extranjero se apresure a dominar su historia y sus leyes que, aunque promulgadas, dan margen a múltiples interpretaciones. Que coteje si el tema que le interesa está armonizado entre los diversos poderes públicos de Brasilia. Si de verdad es el paraíso fiscal en el que ha soñado invertir su capital volátil, una pretensión contraria a nuestros intereses relacionados con el desarrollo económico real del país. Sobre todo, conviene auscultar los sentimientos del brasileño, su simpatía, su astucia, la vocación con la que altera las reglas de la vida y del mercado económico. Cómo en medio de cualquier proceso altera leyes y directrices. Cómo gana un tiempo que para el inversor constituye un perjuicio, aunque las autoridades no sepan qué hacer con el tiempo que guardó. Conviene, sí, sondear el corazón del brasileño, que se divide entre la familia y los amores clandestinos, leyendo a los exégetas de la patria, a los novelistas, a los poetas. De ellos emana la lectura que les dará la talla, la medida, las sustancias del ser brasileño. La exégesis que ahonda en la genealogía de los afectos. Que intentó acercarse a este corazón brasileño. Tal vez se deslumbre con este pueblo singular, que trata lo cotidiano con admirable irreflexión. Y que, a pesar de carnavalizar la realidad, también da síntomas de melancolía.

Es necesario saber y tener a diario en cuenta que en Brasil nació Machado de Assis, cuyo determinismo se incumplió porque no previó la propia grandeza. Y de cuya obra surge la palabra que nos define y concede a la nación un destino vibrante y el amanecer de cada día.

Amigos, sed todos bienvenidos a esta tierra amada.

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