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PALOS DE CIEGO
Columna
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Llamando a las puertas del cielo

Javier Cercas
GABI BELTRÁN

Los escritores tendemos a la ingratitud. Harold Bloom argumentó que toda obra literaria auténtica surge de una mala lectura creativa (“a creative misreading”) de una obra anterior, y que sin esa suerte de fecunda traición o corrección o distorsión, sin ese acto de revisionismo, la literatura moderna no existiría. Si bien se mira, lo anterior quizá es sólo una variante de la vieja urgencia de matar al padre: uno elige a su progenitor, lo exprime hasta la última gota y luego lo tira a la basura. Es ley de vida. O casi.

En su momento, ‘Rayuela’ supuso una revolución para la literatura en español

A principios de verano cumplió medio siglo Rayuela y abundaron los elogios escritos a esa novela, quizá la más conocida de Julio Cortázar. Pese a ello, desde hace años tengo la fuerte impresión de que el crédito de Cortázar en general y de ese libro emblemático en particular es, sobre todo entre los escritores en español, bastante escaso, y por eso sospecho que una de las pocas opiniones discrepantes que escuché en los días del aniversario, la de Damián Tabarovsky – según el cual Rayuela “nació cursi, remanida, llena de recursos demagógicos”–, es la que mejor expresa la opinión de muchos escritores sobre la obra de Cortázar. ¿Es eso verdad? ¿Es Rayuela una novela cursi? Puede ser, o puede que nos lo parezca, pero también nos parece ahora cursi –no pongo el ejemplo al azar– el Mayo del 68, con todo su idealismo juvenil, y cabría preguntarse qué sería hoy de nosotros sin él; puede que Rayuela sea cursi, pero es que a los 18 años, cuando tantos la leímos con la intensidad alucinada con que sólo se lee a los 18 años, todos somos un poco cursis, igual que, según el célebre verso de Pessoa, todas las cartas de amor son ridículas. Una de las formas de aquilatar la importancia de un libro consiste en preguntarse qué hubiera ocurrido si no existiese; la respuesta, en este caso, parece obvia: sencillamente, una parte nada desdeñable de la mejor literatura escrita desde entonces en español no existiría, o al menos no existiría como la conocemos. La de Roberto Bolaño, sin ir más lejos: al fin y al cabo, Los detectives salvajes puede leerse como una puesta al día de Rayuela . Menciono adrede a Bolaño: como él ahora, Cortázar fue idolatrado por sus seguidores, que lo consideraban superior a Borges (cosa que a Cortázar debía de darle risa, como le hubiera dado risa a Bolaño que sus seguidores lo consideren superior a Cortázar); como Bolaño ahora, Cortázar suscitó legiones de jóvenes imitadores. Ambas cosas obraron en contra de Cortázar (como pueden obrar en contra de Bolaño), sobre todo la segunda: no en vano muchos de los detractores actuales de Cortázar son en realidad vástagos emancipados de su tutela. O dicho de otro modo: ahora estamos defendiendo a Cortázar de antiguos cortazaritos (igual que pronto habrá que defender a Bolaño de antiguos bolañitos). Sea como sea, una cosa es segura: en su momento, Rayuela supuso una revolución para la literatura en español; de hecho, si fuera posible mezclarla con Tres tristes tigres y añadirle de paso unas gotitas de Tiempo de silencio, el resultado sería lo más parecido a lo que, 40 años antes, representó para el inglés el Ulysses: una inyección de libertad desconocida hasta entonces.

El tema de ‘Rayuela’ es sencillo: un letraherido porteño llamado Horacio Oliveira busca el paraíso; todo el libro no es en el fondo sino un vagabundeo metafísico-humorístico en torno a ese núcleo. Por supuesto, el paraíso que busca Horacio es un paraíso terrenal, inalcanzable, pero años más tarde Cortázar creyó alcanzarlo en la revolución cubana, o en la revolución a secas. Cortázar siguió siendo el mismo –nadie ha escuchado hablar mal de Cortázar a una persona decente: él no era de este mundo, y por eso buscaba otro con tanto ahínco–, aunque su escritura se resintió, se destensó, se volvió previsiblemente cortazariana; a él no le importó, o eso creo, porque había decidido ponerla al servicio de una causa que consideraba superior. Un cliché muy extendido sostiene que sus novelas han envejecido mal, pero sus cuentos no; como tantos clichés, éste tiene su parte de verdad: yo al menos creo que perdurarán algunos cuentos de Bestiario, de Las armas secretas, de Todos los fuegos el fuego. Los escritores tendemos a la ingratitud, pero en nuestra lengua pocos la merecen menos que Cortázar.

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