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Reportaje:LA CIUDAD DE VARGAS LLOSA

Tras los pasos del Premio Nobel en Madrid

Un recorrido por los lugares preferidos en Madrid del nuevo premio Nobel

Pablo de Llano Neira

Mario Vargas Llosa vive Madrid con un cronómetro en la cabeza. A las ocho y media de la mañana se levanta y sale a caminar. Toma la calle de la Flora, sigue por la plaza de Isabel II hasta la plaza de Oriente. Ahora a la derecha, por los Jardines de Sabatini. Continúa por el paseo de Rosales y al fin, Vargas Llosa, el nuevo premio Nobel, llega al cénit de su inevitable paseo diario, el templo egipcio de Debod.

"Es un hombre superminucioso", dice su hija Morgana.

Mario Vargas Llosa vuelve hacia casa después de una caminata de una hora larga, para en la plaza de Ópera y se compra la prensa. "Es un señor muy cercano. Cuando viene de andar con su chándal parece un dominguero", observa Sergio Barrio, el quiosquero. El Nobel cercano y dominguero sube a su apartamento. Desayuna: café con leche, zumo de naranja natural, cereales y una tostada. Pone música clásica y lee los periódicos.

El escritor visita a menudo la librería Méndez, en la calle Mayor
De vez en cuando ve películas de acción en los cines Ideal
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Fiorella Battistini, una de sus dos secretarias en Madrid, informa de la hora a la que finaliza la lectura de los diarios: "A las doce pasa a su estudio y se pone a trabajar en lo que esté".

La casa de Vargas Llosa es una planta entera de un edificio en la calle de la Flora. La compró en el año 2000, cuando residía en Londres. "Se suponía que vivía allí, pero pasaba más tiempo en Madrid", cuenta Morgana.

En esta ciudad tenía a su hija (estuvo 12 años en la capital), muchos amigos y una especie de oficio: acudir de vez en cuando a las sesiones de la Real Academia Española, a sentarse en su silla, la ele mayúscula, que le corresponde desde 1994 (tiene doble nacionalidad, peruana y española). Razones suficientes para cambiar su centro de gravedad europeo. Desde entonces, durante las temporadas largas que pasa en Europa, rebotando de una ciudad a otra, Vargas Llosa orbita en torno a Madrid.

Cuando aterriza se encuentra su hogar en el mismo estado en que lo dejó. Mientras celebraba ayer su premio Nobel en Nueva York, su casa madrileña hibernaba. Cuando no está, solo la disfrutan sus secretarias, que trabajan allí, en una habitación con librerías por los cuatro costados. Fuera de esta zona de calor humano, la vivienda, sus amplias salas, organizadas con precisión, respiraba ayer frío. En un altillo, a la izquierda de una escalera que sube girando hacia un piso abuhardillado, está su escritorio. En el atril reposa el libro Descargo de conciencia, de Pedro Laín Entralgo.

"A las dos almuerza. A las tres ve el noticiero de Televisión Española. Luego se queda a leer o se va al café". Palabra de su joven secretaria Fiorella.

El cronómetro de Mario Vargas Llosa se relaja en el Café Central (Plaza del Ángel, 10), a donde no acude en chándal, sino vestido "normal, como un señor", como dice Javier, encargado del local. Allí se pasa entre tres y cuatro horas en el mismo sitio, sentado de espaldas a la ventana que da a la calle, adornado por dos palmeritas y un ficus. Bebe un agua mineral y un café solo.

"A veces escribe, a veces piensa", comenta Javier. El novelista -que también acude al café Barbieri-, no pide nada más mientras piensa o escribe. Pero en el café se acepta de buen grado: "La verdad es que le da ambiente al local". Como Günter Grass, el escritor alemán, otro asiduo ocasional, que igualmente posa sus reales literarios en la misma silla, este en medio del local, junto a un piano.

Un aspecto del establecimiento que quizás disguste a Mario Vargas Llosa es el humo de los cigarrillos. "En Madrid se fuma demasiado", lamentaba en una entrevista en 1996. En aquel tiempo el escritor ya tenía 60 años (nació en 1936 en Arequipa, Perú) y su tolerancia al tabaquismo ocioso de los cafés españoles sería menor que cuando era joven. De otro modo hubiera sufrido mucho escribiendo La ciudad y los perros en el bar Jute, adonde iba a trabajar cuando vivía en una pensión de la calle del Doctor Castelo. Difícilmente el aire estaría limpio de nicotina en este garito de finales de los cincuenta, ahora un bar ligero de vinos y tapas.

Aquella época fue el primer contacto largo del novelista con Madrid. Llegó con una beca de estudios para hacer un doctorado en la Universidad Complutense. Un año después se fue a París.

Antes o después del café en el Central, Vargas Llosa visita la librería Méndez, en el número 20 de la calle Mayor, un lugar pequeñito y relleno de buenos libros. Allí merodea un rato generoso, parándose con calma en las secciones de clásicos y de poesía. El librero, Antonio Méndez, describe a un hombre de modales exquisitos, algo británicos, caballeroso y decidido en lo que tocas a las letras. "No pide recomendación. Trae las ideas clarísimas". Dos compras del Nobel: El hombre sin atributos, de Roberto Musil, y la Poética de Aristóteles.

Vargas Llosa, el deportista. Vargas Llosa, el puntilloso del orden. Vargas Llosa, el intelectual. Son rastros que cabe esperar siguiendo su huella por Madrid. No como otro Vargas Llosa, el aficionado al cine adrenalínico.

"Le encantan las películas de acción", dice Fiorella. Ojo: no a cualquier hora. "Siempre antes de cenar". Suele ocupar butaca en los cines Ideal (calle del Doctor Cortezo, 6).

Por la noche vuelve el literato reposado. Le gusta organizar cenas. Sí, organizarlas. Su cocinera de cámara lo atestigua: "Él y Patricia [su esposa] se preocupan mucho de que todo esté bien". Carmen Delgado, jefa del restaurante peruano La Gorda (Costanilla de San Andrés, 20), cocina para el matrimonio en su apartamento (cuando no cena en casa, cae por Casa Lucio o Julián de Tolosa). Al escritor le priva el chupe de langostinos, un plato que mezcla este marisco con leche, orégano, queso fresco, arroz y patatas.

Son citas con amigos que empiezan a las diez y terminan a las doce a más tardar, según Delgado. A esa hora se cierra la sesión en la casa de la calle de la Flora. Mario Vargas Llosa, premio Nobel hispano-peruano, limeño-madrileño, se levantará al día siguiente a la misma hora para dar su paseo de siempre. "Los arequipeños son así", dice Delgado. "Gente muy suya. En Perú se bromea diciendo que para entrar en Arequipa hay que tener pasaporte".

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