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58º Festival de San Sebastián
Columna
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Los niños sombríos de Villaronga

Carlos Boyero

Aunque en los títulos de crédito de Pa negre no figurara el nombre de la persona que la ha dirigido cualquier cinéfilo podría asegurar sin el menor riesgo de equivocarse que el autor es Agustí Villaronga. Lo cual es revelador de un mundo propio, de una narrativa intransferible, de un estilo con dueño, de unas obsesiones permanentes, de una personalidad visual autónoma. Sus proyectos le pueden salir mejor o peor pero las señas de identidad de su cine son inmutables, no hay impostura, tiene claro las historias que quiere contar y el lenguaje que necesitan.

Lo curioso de Pa negre es que el universo que describe Villaronga no nace de su imaginación sino que pone en imágenes una novela de Emili Teixidor. Ignoro si la idea de que esa película solo podía dirigirla Villaronga ha sido de los productores o si se ha empeñado él. En cualquier caso, ese material literario posee idéntico cordón umbilical que las eternas preocupaciones del cineasta.

Pa negre habla del lodazal moral en un pueblo catalán después de la Guerra Civil, de los tenebrosos ajustes de cuentas, de los intentos de supervivencia de los vencidos, de secretos sórdidos, del anverso y el reverso de gente profundamente herida, del terror cotidiano a perder lo poco que te han dejado, de la influencia de tanta miseria de los adultos en el mundo de los niños. Es el imperio de la violencia física y anímica, de un ambiente podrido en el que solo existen las relaciones de poder, de mentiras disfrazadas o idealizadas, de fantasmas dolorosos, de volcanes que van a entrar en erupción. El poderío visual y la expresividad de Villaronga hacen creíble, desgarrada y lírica esa brutalidad ambiental, los misterios del bosque, el erotismo bronco, la humillación y el ensañamiento con los débiles y los diferentes (sean pobres, tísicos, maricones o perdedores), la corrupción de la inocencia, la mirada progresivamente turbia de la infancia hacia lo que tenían idealizado. Esos inquietantes críos están convincentes, provocan miedo y ternura. Es una película dura y compleja, realista y perturbadora. Deja poso.

A la directora japonesa Naomi Kawase, cuyas ficciones han sido siempre muy celebradas y premiadas en Cannes, su embarazo le provocó tanta exaltación que decidió hacer un documental sobre la maravillosa alternativa que supone el alumbramiento natural, que se practica ancestralmente en la bucólica clínica de un tal doctor Yoshimura, frente a los partos convencionales. Por su cámara desfilan mujeres que descubrieron el milagro en su embarazo, la comunión entre el cuerpo y la mente, gracias a la insólita y humanista metodología de Yoshimura. No sé cómo puede afectar este documental a las mujeres que han sido madres y a los padres que las han acompañado en su embarazo. Como no he tenido descendencia, lo cual no implica que sea insensible al tema, me he aburrido moderadamente con esta oda a la maternidad enfrentada a la metodología tradicional. Tampoco entiendo el criterio de selección en la sección oficial, la razón de que compita este meloso y ecologista documental sobre el parto y no el excepcional retrato del alzhéimer protagonizado por Pasqual Maragall.

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