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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La cultura de la noche alba

El próximo sábado 11 de septiembre se celebrará en Madrid la quinta edición de la llamada Noche en Blanco. Se trata desde luego de no dormir o de no tener prisa por meterse en la cama pero, ante todo, de saltar como niños desde la cultura ordenada a la cultura gamberra. Es decir, a la única forma de lo cultural que puede interesar actualmente a los nuevos consumidores.

Una noche no es mucho tiempo, pero conociendo los millones de euros que pone el Ayuntamiento y los cientos de millones con que colaboran las instituciones privadas no puede decirse que se trate solamente de un juego. Pero se trata, incuestionablemente, de un juego, una payasada, un calambour en el que se mezclan las altas puertas de los respetables museos con los achaparrados puestos de churros y las exposiciones convencionales con los improvisados números de circo vulgar. De hecho, sus principales animadores de este año componen un grupo que se llama Basurama, y que siendo, como son, amantes de la basura y su reciclaje, comprenden que la cultura actual es ya una mezcla de restos, detritus y ocurrencias que se amalgaman sin asco alguno.

El plan sería subvertir pero sin llegar a las manos, poner cabeza abajo la divinidad sin caer en la no creatividad
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Una noche sin dormir por el centro de Madrid

La naturaleza de esta noche blanca, que nació en las entrañas tan nacaradas y finas de París, se ha extendido ya a numerosas ciudades de Europa, con la finalidad de armar bulla, burlarse del urbanismo a su alrededor y añadir crecientes opciones de entretenimiento jovial (ruedas, columpios y toboganes, tragafuegos) que, mezclándose con la idea de una noche culta, transformen la vieja cultura en un juego de la cultura: lo serio en lo lúdico y la meditación en diversión. El plan sería jugar con lo preexistente para subvertir pero sin llegar a las manos, poner cabeza abajo la divinidad sin caer en la no creatividad, desentenderse de lo sagrado sin renunciar a sacarle jugo.

He aquí pues La Noche en Blanco que trasmuta la solemnidad del negro humo en el aroma del blanco. O también, cambiando el terciopelo o el charol velazquianos en lienzos de papel reciclado.

¿Blasfemia? En la inconsciencia nocturna de la fiesta emerge el sueño popular de tallar la cultura a la talla de los seres comunes y practicar con ella la orgía de una cópula tras otra puesto que el sexo en la escultura, el cuadro, la película o el edificio imponentes brotan de los simbólicos malabarismos del falo. El falo en cuanto símbolo (hombre / mujer) y el falo en cuanto opción, cuya sola presencia hace triunfar y convierte el "fallo" en "falo".

La Noche en Blanco llegó primero como experimento, después como elemento, más tarde como un pensamiento nupcial, la puesta en blanco de la mente ennoviada, la cultura de una mente que reproduce el gozo por vivir, bailar o conversar, ver fotos o pasear, a la manera onomástica del mejor siglo XIX.

El siglo XX se desarrolló entre bombas, mutilaciones y guerras frías, gulags y existencialismos tristísimos, basculó entre el sí y el no de la vida, los cadillacs lucientes y el fulgor de Hiroshima. A lo largo de esos cien años del siglo pasado, el suicidio vino a ser el además más digno.

Pero en el siglo XXI, desconcertado entre el crash y el terrorismo, el desconcierto y el paro, los problemas se acentúan y nos hacen pasar, a casi todos, la noche en blanco. Unos tratando de hallar explicaciones a la coyuntura que mata y, otros, tratando de pasarlo más o menos bien sobre un mar sin rumbo, sin color y sin maestros. Libertinos, por tanto, todos sobre los lechos lácteos o patios de recreo de esta nueva e inesperada infancia. Niños para reír niños muertos como el Miguelín que preside nuestro pabellón en la exposición internacional de China.

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