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Reportaje:FIN DE SEMANA

El retiro del buen salvaje

Una excursión reparadora al Parque Jean-Jacques Rousseau en las afueras de París

El Parque Jean Jacques Rousseau, junto al castillo -hoy hotel- de Ermenonville, es una zona bucólica cuyo pueblecito (a unos 50 kilómetros de París) con casas rurales, artesanos, arroyos y profusión vegetal contiene alicientes naturales muy notables para pasar un desahogado y grato fin de semana.

Desde la mesa del elegante salón-restaurante del castillo de Ermenonville, a través de una gran cristalera ornada de acolchadas cortinas imperiales, se divisan los prados y, a pie del muro, la extensa laguna. Toda la bella y verde extensión del dominio recibe allí, como si se dieran cita, el ir y venir admirable de patos salvajes con plumaje multicolor. Y mientras degustas el menú (los hay a partir de 30 euros) piensas en la frase de quien fuera su inquilino, Jean-Jacques Rousseau: "El hombre nace libre y es atado". Aquí pasó el filósofo francés de origen suizo (nacido en Ginebra en 1712) los últimos meses de su vida y tuvo primera sepultura.

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La fortaleza se remonta a los reyes capetos, tiene el estilo ponderado del clasicismo francés y en su comedor, con cimbras y artesonados áureos, se come bien. Aunque es mejor abrir apetito visitando el inmenso parque que lo rodea. Allí puedes abandonarte a la rêverie (fantasía, ensueño) de aquella época, magnánima y revolucionaria a la vez, donde el gusto aristocrático por cierto lujo no estaba reñido con un afecto sincero a los nobles intereses artísticos.

René de Girardin, yerno del tesorero del rey, heredó las tierras en 1763. Jeanne Poisson, marquesa de Pompadour, la amante oficial de Louis XV (históricamente los Borbones fueron por lo femenino inflamados), antiparlamentaria radical, pero enamorada de las artes y las letras, hizo (además de nombrar a Voltaire nada menos que historiógrafo del rey) tocar en 1752 la insólita ópera de Rousseau Le Devin du village. Su sucesora, Jeanne Bécu, condesa de Barry, acabará bajo la guillotina. En 1880 fue adquirido por la familia Radziwill, de origen polaco (la cual posee una pequeña acrópolis estilo romano en el bello cementerio del municipio). Más tarde, el dominio tuvo inquilinos e invitados de envergadura. Como Benjamin Franklin, Mirabeau, Saint-Just. Napoleón Bonaparte, primer cónsul entonces, iba a cazar conejos en compañía del primogénito de Girardin. Leon Radziwill, amigo de Proust y diestro jugador de polo, fue mecenas y alcalde del municipio. Más tarde lo comprará el ingeniero Ettore Bugatti. André Malraux, ministro de cultura, hará en 1964 que el recinto baluarte sea inseparable del río y sus praderas.

Al franquear la verja y adentrarte por las veredas y orillas de su laguna, das razón a Inés de la Fressange (ex modelo, actual embajadora de Vivier, que prestó sus rasgos a Marianne, la figura alegórica de Francia): "Los ciudadanos de París, Madrid, Londres, prefieren su ciudad y apenas prescinden de ella, pero siempre están soñando con los grandes espacios". Te percatas de pronto -estamos a sólo una hora de París- de que estás respirando a pleno pulmón. El frondoso paisaje se extiende barnizado por el sol del mediodía. Un gran estanque, purpúreo por algunos recodos y teñido de reverberantes reflejos de crecidas arboledas alineadas, despliega en sus orillas una inmensa muralla de verdor. La sensación es que la vida palpita entre el agua y el aire y que ésta comienza ese día y cada día.

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Hombres siempre amigos

El marqués de Girardin, devoto de las utopías de un siglo innovador, proclamó en su inauguración: "Un jardín puede ser de buen tono, y su uso inglés, francés o chino, pero sus aguas, sus prados y bosques, la naturaleza y el paisaje son de todos los tiempos y de todos los países, razón por la cual en este lugar salvaje todos los hombres serán amigos y todas las lenguas admitidas". El filántropo, bajo la influencia de grandes pintores y escritores del Siglo de las Luces, creó el primer parque paisajístico del siglo XVIII. Su ambición fue, bajo el influjo de su amigo Rousseau ("castillo que reluce todo rojo y duerme todo blanco", como escribirá más adelante Verlaine), armonizar la naturaleza salvaje con la civilización.

A lo lejos, en un islote, está la tumba de Rousseau -La Isla de los Álamos- cercada por el agua y el revoloteo constante de los pájaros. Los restos del filósofo fueron trasladados en 1794 por decreto de la Convención al Panteón (donde reposan con su viejo enemigo Voltaire).

Rousseau pasó en el castillo de Ermenonville los últimos meses de su vida ocupándose de un herbario (muere en 1778). Debemos sentarnos en el Templo del Filósofo, desde el que se divisa la extensión en terrazas graduales de césped y frondas. Este rincón de piedra sobre un promontorio es una construcción homenaje a Montaigne, dejada voluntariamente inacabada, como si fuesen las ruinas de algún antiguo tabernáculo. Protegidos por su recogida intimidad, disfrutamos de una vista panorámica sobre la lápida del pensador. Sentados sobre la balaustrada del templete, y contemplando el islote de los álamos, nos llegan claras sus palabras al corazón: "Más que un individuo pensante, el ser humano es un individuo que siente. El conocimiento de sí pasa por la observación de sus sentimientos y sensaciones".

Rousseau, ogro cuya inteligencia rozaba la soberbia, fue un sabio excepcional, inmenso, profundo... y delirante. Llevó una vida increíble, perturbada por mortificaciones y enfermedades. Muy joven fue acosado por manías y obsesiones. Junto a sus aportaciones pedagógicas a la Revolución y a la Ilustración (El contrato social; Emilio, o De la educación, etcétera) se le considera precursor del Romanticismo e introductor en la literatura de la idea moderna de sensación.

Caminando destacaremos El mar de arena, hectáreas cristalinas y estériles, singularidad geológica ribeteando una ciénaga; la ruta que serpentea con bloques de arcilla impenetrables por entre la planicie de La Brie y el bosque; una fortaleza levantada en el siglo XI, su puerta con puente levadizo y cuatro garitas desde las que se controlaban la ruta y el peaje para soldados y peregrinos; el Banco de la Reina, donde María Antonieta, admiradora del estilo vanguardista del nuevo jardín, recibía el homenaje de las jóvenes pueblerinas dando consejos domésticos; y La Tumba del Desconocido, lugar extraño, casi melancólico. Tras unos helechos, está la parcela donde un joven puso fin a su vida por un despecho amoroso. Emocionado, Girardin erigirá allí mismo una estela a su memoria.

Excursión a la abadía

Ermenonville, pueblecito plegado a tierras ajardinadas, ceñido por bosques en los que corretean ciervos y gamos y hozan los jabalíes, y cuyas raíces se remontan a la cultura druida, tiene lindos puestos y locales para descansar. Dando una vuelta por el centro, y subiendo una callecita empinada, te encuentras con una terraza, Les Rêveries dans la théière, donde sirven -al aire libre bajo cerezos y con mesitas muy personales- una gama bio de fórmulas de comida a precios razonables, ensaladas, sopas de legumbres, tartas y tés. Su boutique de especias y curiosidades parece un cuento de hadas. La patrona, como una bruja buena, te informa de sugestivos destinos (la bella Abadía de Chaalis, a escasos kilómetros) y, durante un rato, almacenas fuerzas tras la caminata prolongando así la sensación de vagabundeo libre y eufórico chamarileo.

Guía

Cómo llegar

» En coche, desde París, 50 kilómetros al noreste por la A1 y la RN2.

Información

» Oficina de turismo (www.otsi-ermenonville.com)

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