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63º Festival de Cannes

Lágrimas frente a diamantes

Fiestas exclusivas y un recuerdo al iraní Jafar Panahi, en el ecuador del certamen

Elsa Fernández-Santos

Las lágrimas de Juliette Binoche al saber por una periodista que el cineasta iraní Jafar Panahi ha comenzado una huelga de hambre recorrieron ayer Cannes como un latigazo. "A veces no hay palabras", dijo la protagonista de Copie conforme. A su lado, el cineasta Abbas Kiarostami exigía la liberación de su colega encarcelado por el Gobierno de su país. Las lágrimas de la actriz francesa llegaban como un necesario jarro de agua fría a un festival que ya se resiente de los días y, sobre todo, de las noches.

Cada tarde, de todos los barcos que fondean en la bahía, el Octopus se ilumina como un imperio flotante: 126 metros de eslora, dos pistas para helicóptero, un submarino (amarillo) en sus tripas y un dueño, Paul Allen, el cofundador de Microsoft, con ganas de divertir y divertirse. La pasada madrugada, Allen convirtió su juguete en un reducto marino de Hollywood. Allí estaba el sector californiano del jurado (Tim Burton, Benicio del Toro y Kate Beckinsale), junto a actores como Meg Ryan, Kevin Spacey, Adrien Brody o el director Terry Gilliam. Dominic Cooper (Una educación) rompía la pista compitiendo en destreza con el hermano de Kiefer Sutherland mientras en la barra el productor de Ang Lee despachaba con un agente, quien, con un plato de gambas fritas en la mano, se preguntaba cuántas de las mujeres que bailaban no cobraban por estar ahí. En Cannes, a las 5.00 se habla de tantos por ciento, actores vetados e importantes productores que, después de un fracaso, están directamente en la calle.

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En la cubierta del Octopus, con su sala de proyecciones, su biblioteca de madera y su sótano de suelo transparente para caminar sobre el mar como un capitán Nemo con esmoquin, el tiempo lo marcan unas esculturas de hielo que se van deformando según pasa la noche y llega la mañana. Podría ser una película de James Bond, pero las bolsas de caramelos repartidas por las habitaciones o ver al propio Allen tocando en directo para agasajar a sus amigos solo nos recuerdan el extraño negocio que es el cine.

La fiesta del Octopus fue la continuación obligada a la de Biutiful, en la playa y con todo el equipo de la película. Allí, Bardem recibió los primeros ecos de la gran acogida de su actuación. El actor también aprovechó para aclarar que no es verdad (como publicó ayer este periódico) que jamás conociera a su padre, al que sí llegó a tratar. La paternidad es, si nos atenemos a lo visto hasta ahora, uno de los asuntos (junto a la crisis económica) que parecen obsesionar al cine que llega. La cantidad de películas que circulan, directa o indirectamente, alrededor de la paternidad (o mejor dicho, su ausencia) valdrían para una sección entera. De Chongqing blues a la propia Biutiful o Abel, el debut cinematográfico del mexicano Diego Luna. La orfandad emerge así en símbolo de la identidad perdida de un mundo que pide a gritos que alguien nos señale el rumbo. Luna retrata, en tono cómico, a un niño que asume el rol de cabeza de familia ante la ausencia de este. Grotesco juego de tantos niños obligados a ser hombres por culpa de tantos hombres que no han querido dejar de ser niños.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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