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Reportaje:VIAJE DE AUTOR

Desfile apasionante en el gran teatro urbano

La plaza de San Francisco, en La Paz, capital de Bolivia, es un microcosmos único al que acuden desde charlatanes y adivinadores del porvenir hasta payasos y malabaristas. Un inmenso zoco donde también se alza la Casa de la Cultura y operan agencias turísticas

Lugar de paso y cruce, de busca y estadía contemplativa, de reunión de conocidos y desconocidos, de tratos comerciales y profesionales, de comercio bravo y al paso, de matuteo y trampa, de pulule sin rumbo aparente, de parloteo público y privado, de espectáculos más o menos improvisados, de reivindicaciones políticas y sociales a menudo violentas, de idas y venidas, centro de un mundo más incluso que de una sociedad urbana que gracias a una concepción indigenista de las relaciones políticas y sociales va a tener una presencia en nuestra época que nadie auguraba. Un poco de todo y mucho más, pero sobre todo, escenario de un gran teatro urbano como ya se desarrolla, a diario y a casi todas las horas, en muy pocas ciudades: eso es la plaza de San Francisco de la ciudad de La Paz, capital aimara de Bolivia y la más indígena del continente suramericano.

La plaza de San Francisco, a casi 4.000 metros de altitud, no es una en sentido estricto, no desde luego en su concepción española virreinal, como cuadrada o rectangular plaza de armas, en la que confluye la cuadrícula de las calles recién trazadas a cordel tras la conquista, sino una sucesión de espacios y planos muy irregulares que, en conjunto, tienen una vida de verdadero vientre de la ciudad y que constituyen su motor y auténtico centro. Casi todo lo que sucede en la ciudad pasa en algún momento por ese escenario hipnótico en el que los vecinos bajados de la población termitera de El Alto, o surgidos de la ciudad hundida bajo la presencia del imponente Illimani (6.462 metros), comen, beben, comercian, riñen, sellan paces, atienden a su familia y hasta hacen sus necesidades. "¡Ojo. No ensucie. Sea educado!", reza un cartel en el interior de la iglesia.

Figurantes que pasan

La ciudad, alrededor de la plaza, en la plaza misma, sigue siendo la misma que hace cien o doscientos años. Los figurantes de su teatro pasan, pasamos, pero en lo esencial la vida de la plaza sigue siendo la misma: comerciar, alimentarse, intercambiar, aunque sólo sean palabras, ideas, cuentos, ilusiones, contratar, pleitear.

Un espacio que está marcado por la presencia de algunos edificios singulares: la iglesia y el convento de San Francisco, fundados en 1549, aunque muy reformados hasta bien entrado el siglo XIX; la moderna Casa de la Cultura; la central sindical, desde cuyos balcones sus líderes arengan a la multitud, no siempre pacífica, y una moderna pasarela peatonal aérea que los puristas de la ciudad consideran un despropósito arquitectónico, pero lo cierto es que por algún lado hay que salvar el intenso tráfico de vehículos y personas que cruza en todo momento la plaza, no sólo atendiendo a las manipulaciones de la policía de tráfico, que si el interruptor del semáforo está averiado lo hace juntando y separando los cables con ojo y paciencia casi infinita. El resto es desigual: casas modernas proyectadas a la carrera, otras tapadas por cartelones publicitarios, o fachadas clásicas que esconden tanto muy hermosos patios coloniales como entrañas laberínticas.

El atrio de la iglesia de San Francisco, en cuyas escaleras se sientan mendigos y desocupados bajo un sol que ciega y abrasa, y por el que pululan vendedores de fósiles, limpiabotas y hasta agrimensores que estudian los planos que les traen los campesinos, limita por un lado con el comienzo de la calle de Sagarnaga, la de la artesanía y las empresas de aventura turística, y por otro, con una vía de tránsito intenso medio subterránea que une dos partes de la ciudad, la zona de la cuadrícula virreinal donde bulle la vida política oficial de la ciudad y el laberinto comercial de las calles indígenas.

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Un espacio muy irregular, por tanto, atravesado de arriba abajo por una calle de tráfico tan intenso como ruidoso que une la población, ciudad ya, de El Alto, la ciudad más alta del mundo y la más pobre (eso sostienen), un auténtico termitero humano hecho de furia y reivindicaciones, con la zona baja de la ciudad, donde la modernidad o la otra Bolivia asoman. Se diría que esa plaza nunca duerme. A las cinco de la mañana la plaza es atravesada por cientos y cientos de microbuses, furgonetas o trufis que circulan atestados con las puertas abiertas, a las que se asoman los voceros que a gritos más o menos cantarines anuncian los trayectos y su precio, al tiempo que los primeros puestos de bebidas frías y calientes, jugos de frutas exprimidos ahí mismo (por unos profesionales que se agrupan en un curioso sindicato de comidas y refrescos al paso), tés, cafés, se instalan, o vuelven a encender los farolillos para dar de comer y de beber algo caliente, sopas, a la gente que va al trabajo o a los niños y jóvenes que acuden al colegio.

Y al lado de las decenas de puestos de comidas atendidos por mujeres indígenas vestidas con mandilones blancos y cubiertas con gorritos de ganchillo que las identifican, los limpiabotas jóvenes y no tan jóvenes, con el rostro cubierto por un pasamontañas que apenas les deja una rendija para los ojos, para no intoxicarse al respirar los productos químicos que utilizan en la limpieza del calzado, aunque otros utilicen esos mismos productos para sacarse el cuerpo (suicidarse). De sus servicios usan sin complejos hombres y mujeres, gente mayor y colegiales.

Y junto a los limpiabotas y las cocineras, los puestos de cambistas de dólares, euros, pesos argentinos y chilenos, reales brasileños, y la gente que toma asiento en bancos improvisados para dar cuenta de un plato de apetitosa comida antes de seguir su camino, y los vendedores callejeros de material escolar y electrónico, de perfumería y droguería, de barajas, alcoholes caseros, de chorizos, de caldos, asaduras, salteñas, decenas de periódicos, más leídos que comprados. Y enseguida, cuando ascienda el día, harán aparición los vendedores de fósiles, los que os ofrecen cerámica precolombina o restos arqueológicos, y los vendedores de helados, que trabajarán hasta que la temperatura ronde los cero grados y el día naufrague en un cielo intensamente estrellado, que tientan a los fieles que entran o salen de la iglesia de San Francisco, los mendigos, los abogados que atienden a sus clientes, familias enteras o grupos de campesinos, los representantes políticos que ayudan o prometen logros a sus paisanos y electores antes de dirigirse en comitiva a las oficinas centrales de Gobierno, las floristas para vivos o para muertos, las cabinas telefónicas andantes, esto es, cholas con un teléfono móvil atado con una cadena a la cintura para que no se lo arranquen.

Una mezcla continua

La plaza de San Francisco, donde se unían y separaban la ciudad indígena y la virreinal, es, a ratos, el mejor exponente de lo que puede ser el melting pot boliviano, dice un escritor blanco, cuando la realidad es que la multiculturalidad boliviana, la convivencia de etnias y culturas es mucho más conflictiva que todo eso, porque ahí también aflora, a ratos de manera civilizada y ceremoniosa, y a ratos de manera bronca, esa realidad compleja de etnias que han convivido en el enfrentamiento y la exclusión. Por la de San Francisco pasan las concentraciones multitudinarias de indígenas, ya sean cocaleros o genuinos ponchos rojos aimaras, en apoyo de un régimen político difícil de desentrañar desde la posición del eurocentrismo.

Allí, en San Francisco, conforme avanza el día se dan cita los charlatanes que, tras ejecutar juegos de manos para atraer la atención del público, proclaman la virtud de plantas amazónicas que probablemente la botánica de Linneo desconoce, pero no así la de los laboratorios farmacéuticos, japoneses o no, que saquean la Amazonia; remedios con "sabor a selva", contra las "lombrices de los ojos" o la sífilis, tanto da, vigorizantes y energizantes "para ellos, que tienen una enfermedad a la que llaman estrés", remedios milagrosos, por supuesto, porque sin milagro no tiene interés alguno escuchar la incesante palabrería, y, junto a ellos, los vendedores de dividís o cidís, positivamente fraudulentos, y de captadores portátiles de ondas satelitales que, de funcionar, permitirían asomarse a domicilio a mundos asombrosos y codiciar productos en los que dejar el pellejo.

Y mezclados con los vendedores de milagros están los adivinadores del porvenir, los curanderos o cuando menos sus agentes, los anunciadores del fin del mundo o los líderes políticos improvisados que arremeten contra la conquista española, el pillaje de los gringos y las multinacionales de las minas de plata y oro, y los pozos de petróleo, o contra algunos de sus actuales políticos y gobernantes porque "¡No son indios, no son pobres!".

A su lado, en otro corro, si los paisanos no discuten sus diferencias ideológicas, con una elegante cortesía y un respeto que hace ver el sentido de la dignidad que tienen, los payasos improvisados arrancan risas de oro o descarnadas y los malabaristas asombran a los campesinos, en dura competencia con el que de manera vibrante refuta a Charles Darwin demostrando que no descendemos de los primates, sino de los diplodocos, y tal vez de los extraterrestres, novedad esta que es acogida con notorio alivio y muestras de asentimiento por buena parte del público, al que el inminente anuncio del fin del mundo y su fuego eterno por parte de predicadores con aire de tartufos o de bandidos incomoda de manera notoria. No pocas violentas discusiones políticas terminan con un sorpresivo: "Aquí estamos para ser felices". Y todo envuelto en el humo y aroma de la asadura de carnes y chorizos.

En realidad, todo el centro de la vieja ciudad de La Paz es un inmenso zoco, sobre todo las calles que confluyen en la plaza de San Francisco, desde una zona de intenso comercio callejero que arranca de la avenida de Argentina y pasa por los mercados Uruguay, Rodríguez, Belén, que forman un todo comercial, laberíntico, de busca humana, desgarrada, rica, pobre, olorosa de especias y escenario de una literatura negra, y donde la magia, o cuando menos las ceremonias con ella relacionadas, tienen su espacio real en dos o tres calles adyacentes a esa plaza, especializadas en venta de objetos para ceremonias magico-religiosas de la religión aimara, centrada en el culto a la Pachamama, la diosa tierra, o Supay, el señor de la oscuridad, el silencio y las profundidades, y de sus habitantes innombrables.

Calles en cuyos rincones están sentados los yatiris que leen el porvenir en las hojas de la coca y que el actual Gobierno indigenista ha capacitado para ejercer en centros oficiales de salud. Y al lado de los yatiris y curanderos, la ferretera que os susurra furtiva si necesitáis oro, y cerca, en un rincón de la plaza, los joyeros y los compradores de oro en bruto, armados hasta los dientes con armas cortas o largas, las que son objeto de tráfico intenso en el vecino barrio chino, donde se puede encontrar de todo, lo legal y lo ilegal, lo cultivado y lo furtivo.

Sin arcángeles ni virreyes

Por si fuera poco, una vez al año, en la fiesta móvil del Gran Poder, la plaza es atravesada durante casi veinticuatro horas ininterrumpidas por las comparsas de danzantes de la Morenada, una fiesta medio religiosa, medio pagana que reúne a unos 50.000 danzantes vestidos con trajes muy barrocos y muy costosos, cargados de oro y plata, que utilizan máscaras que hacen referencia a personajes míticos, a usos venidos de Asia o están inspiradas en la conquista y dominio virreinal español (aunque estén expresamente prohibidos en esta ocasión los disfraces de arcángeles y de virrey). Se calcula que este último año la fiesta, celebrada el 18 de mayo, ha movido 26 millones de dólares.

Ésa es la fiesta mayor de la ciudad de La Paz. Durante más de dieciséis horas, diferentes cortejos de morenos desfilan a un ritmo machacón y obsesionante, el que marcan las comparsas de atabales, trompetas, tambores que van con cada grupo, un ritmo que embriaga y seduce, en un alboroto atronador de petardos, cohetes, carracas, cascabeles de gran tamaño y, durante el trayecto nocturno, continuos fuegos artificiales, mientras en los márgenes se azuzan los fuegos y no acaban nunca de disiparse los humos de la pólvora y de los faroles de aceite, de los hornos y fogones donde se asan y fríen las asaduras de gorrín, de pollo, de vacuno, para atender los comedores improvisados que reúnen a familias enteras, a extraños y a vecinos, que comparten el asado de cerdo y los incesantes tragos.

Al lado de las parrillas y fogones se instalan los adivinadores, zodiacales o no, del porvenir; las loterías y juegos de azar a cada cual más extraño; los puestos de dulces y de bebidas. Una fiesta que conforme cae la noche se convierte en una embriaguez colosal de la que al espectador le es difícil alejarse, porque el espectáculo de la calle se renueva constantemente e hipnotiza, y el que cree estar de paso y ser sólo testigo forma parte del espectáculo y se confunde con él, le guste o no. No hay lugar para los melindres.

Una plaza, un teatro, un preciso lugar urbano, cuyo agotamiento, en el sentido que le dio Georges Perec a su ejercicio literario de inventario y catalogación de un rincón de la Place Saint Sulpice parisina, se presenta como un intento vano, porque no es la rutina, ni siquiera lo azaroso y pintoresco, como engañoso material literario, lo que ahí brota esperable o sorpresivo a borbotones. Es la verdadera vida de la ciudad la que la atraviesa y hace palpitar como un órgano vivo, inagotable, con su bronca e inacallable respiración. Ahí no se puede ser perezoso de mirada, no se puede pasar de largo. Ahí se produce por fuerza el encuentro con el otro, con lo otro, con lo que no somos o somos sin saberlo. En la plaza de San Francisco de La Paz permanece viva la ciudad tal y como fue y ha sido olvidada, convertida en mero dormitorio o en oficina o en museo o en escenario de espectáculo organizado: tablado de un gran teatro ingobernable.

» Miguel Sánchez-Ostiz es autor de La isla de Juan Fernández (viaje a la isla de Robinson Crusoe). Ediciones B, 2005.

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A la izquierda, la plaza de San Francisco.  A la derecha, danzantes durante la fiesta del Gran Poder en La Paz;
A la izquierda, la plaza de San Francisco. A la derecha, danzantes durante la fiesta del Gran Poder en La Paz;G. AZUMENDI
Ciudad de altura donde el corazón está a punto de reventar y la vista se pierde en la pureza arrolladora de sus paisajes.Vídeo: CANAL VIAJAR

Guía

Datos básicos

» Población: el departamento de La Paz tiene 1,9 millones de habitantes.

» Prefijo telefónico: 00 59 12.

» Moneda: bolivianos (un euro equivale a 10 bolivianos).

Cómo ir

» American Airlines (www.americanairlines.es) vuela de Madrid a La Paz, con escala en Miami, ida y vuelta, 1.141 euros, tasas y gastos incluidos.

» Aerosur (www.aerosur.com; 902 11 07 47) vuela de Madrid a La Paz, con escala en Santa Cruz (Bolivia), ida y vuelta, en septiembre a partir de 1.078 euros, precio final.

Información

» Turismo de Bolivia (www.turismobolivia.bo).

» www.bolivia.com.

» Oficina de turismo en La Paz (237 10 44).

» www.boliviaentusmanos.com.

» La Embajada de Bolivia en España (www.embajadadebolivia.es) ofrece un listado de agencias que viajan a Bolivia.

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