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PERFILES DE CINE | Manuel Alexandre | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Un actor que es una voz

Llegó al cine cuando los galanes conducían descapotables por las noches americanas y se llamaban Gable, Cooper o Peck, o, si eran de carácter local, debían saber lucir un esmoquin blanco, capitanear un batallón de legionarios al sacrificio por la patria o tener un pariente bien situado en El Pardo. Pero América le pillaba muy lejos a Manolito Alexandre, el esmoquin le resbalaba hombreras abajo y de la Legión sólo le gustaba el trastorno que ocasionaba en el género femenino. El Pardo, la otra solución, estaba más lejos que Hollywood. La apostura tampoco era definitivamente arrebatadora. Para acabar, también estaban las malas compañías. Así que a Alexandre le quedaba lo otro. Y lo otro era eso que algunos llaman la comparsa, el secundario, el característico. El actor. Y luego estaba la voz.

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Se juntó con Berlanga y con Bardem. También con Fernando Fernán-Gómez. Lo que decíamos, las malas compañías. Estuvo allí, en la recepción de los sueños, pidiendo milagros en Bienvenido, mister Marshall. La primera piedra del nuevo cine, la primera incursión en la cara oculta. Las boinas, el terraguero, el disparate, frente a la cara A de la cinematografía nacional, ésa en la que salían los del esmoquin y el lujo de cartón piedra con el que los espectadores podían escapar de las miserias de posguerra. Alfredo Mayo y las mansiones, los amores de Amparito Rivelles, la descocada María Martín que ya coqueteaba con los abismos y se hacía mala-mala. La otra vida. Alexandre, con el comunista Bardem y una insólita Carmen Sevilla, anduvo otra vez por los campos descarnados en La venganza, de nuevo insistiendo en las oscuridades de la realidad, esta vez ya sin el talco humorístico del Bienvenido, esta vez sólo con la amargura de los segadores y el brillo de la hoz y la sangre luciendo bajo todos los soles de la injusticia. Cine social.

Quizá demasiado sol y demasiada amargura neorrealista para Manuel Alexandre, la cabeza redondita, como los ojos vivarachos, el pelo que se le iba. Alexandre se movía mejor en el otro campo, ése en el que había sombras y en el que al vitriolo le echaban humor y salían productos corrosivos pero con el tufo benigno de la ironía. Y qué mejor corrosión que la berlanguiana, qué mejor campo para el coro, el característico, el secundario, que la familia Berlanga, esa troupe de maestros desfilando por cada película. En qué mejor ópera iba a meter una voz como la suya Alexandre. Alexandre es una voz. Un actor es una voz. Con él lo acabamos de comprender. Con su punto de temblor o de duda, la duda existencial, ese diapasón que desde el pecho le sube a las cuerdas vocales y se queda allí vibrando como una interrogación que nunca va a tener respuesta. Su voz ha puesto sonido al absurdo, también a la ternura.

Alexandre es media historia de nuestro cine, pero para el que esto escribe Alexandre siempre será el cojo Julián. Ya tuvo que esforzarse la cinematografía internacional para encontrar en Rizzo, el Dustin Hoffman de Cowboy de medianoche, una cojera casi tan memorable como la suya. El cojo Julián que sisaba dinero a su hermano, salchichones a la viuda de un solitario velatorio, una cesta triste de Navidad a su eventual jefe en Plácido. Peleándose a patadas con un perro, riéndose a carcajadas mientras el motocarro con la estrella se perdía por la oscuridad de la noche y un López Vázquez burgués y torpe, Quintanilla hijo de tantos quintanillas, caminaba por el frío, víctima de la sinusitis, de los celos y de la otra pobreza, esa pobreza de los que tenían pan pero no corazón. "Esta noche vamos a comer cosas modernas, como los americanos", le decía a su familia, desvencijada, rendida por el trabajo y por la miseria moral y física de un país entero. Pero no cenaron cosas modernas, los sueños, como la vida, siempre estaban en otra parte. Así que Julián y su familia cenaron como la mitad oscura de los españoles cenaba en aquel tiempo. Las cosas modernas se las lleva su dueño, el dueño de las cestas de Navidad y de las más módicas ilusiones. América, ya se ha dicho, estaba verdaderamente lejos, casi tan lejos como las mansiones por cuyas escaleras subía o bajaba Alfredo Mayo, siempre con el rumbo certero, no como esos muertos de hambre.

Agustina de Aragón, las vidas de los santos y Manuel Alexandre. Allí convivían todos, así se escribía la historia, con cojos, heroínas y alféreces provisionales. La historia de un país se puede escribir de muchos modos diferentes. Uno de los modos posibles para escribir la historia de los últimos sesenta años sería hacerlo a través del rostro de Manuel Alexandre, de sus apariciones en las pantallas de cine. El primer franquismo de la citada Bienvenido, mister Marshall y la réplica crítica al régimen, después de las manifestaciones del 56 y las ansias de cambio, de La venganza. Esa cara amable de los sesenta que despunta con el Atraco a las tres y la delirante y divertida Los palomos, continúa con el desarrollismo y la banalidad de las comedietas ligeras que empiezan a caminar hacia el destape y el falso aperturismo, Un adulterio decente o cualquier otra de entre las mil películas en las que los graciosos corrían en calzoncillos detrás de las suecas o las mujeres del vecino, hasta llegar a la España de los tecnócratas opusinos, Los nuevos españoles, y el fin del franquismo. Y luego transición, socialismo, El mar y el tiempo, Amanece que no es poco, y desencanto democrático, Todos a la cárcel.

En este cine lleno de disparates, ajusticiamientos y renacimientos más o menos tardíos, el protagonismo ha sido de los actores característicos, de reparto, secundarios. En una dulce paradoja, ellos han venido a resultar los protagonistas incuestionables de toda una cinematografía. Probablemente Alexandre los representa como nadie. Y ha tenido maravillosos y muy altos rivales, compañeros. Luis Ciges, José Orjas, Manolo Morán, Gracita Morales, Pepe Isbert, Elvira Quintillá, Gómez Bur. La gran corte. Los aristócratas que nunca subieron majestuosamente las escaleras de ninguna mansión ni soñaron con otra épica que la de asaltar una triste sucursal de banco, brillar un poco ante los ojos de un jefe despótico o comer, aunque sólo sea una noche, cosas modernas, como los americanos.

Pagar la letra de un motocarro, ésa fue la epopeya de una época. Y éstos han sido sus rostros. A través del tiempo hemos visto envejecer el de este maestro de actores. El método, Hollywood, los caprichos rutilantes de las grandes estrellas, Brando, Newman, Hepburn, Marilyn. Hubo una mitología que se fraguó en el siglo veinte y que puso cara en todo el planeta a esta cultura popular que llegaba de esos estudios que pululaban al pie de un barranco adornado con letras blancas. Y mientras aquellos nombres y aquellos rostros se erigían en símbolo internacional de un tiempo aquí andábamos detrás de una estrella fugaz, sostenida por un motocarro todavía por pagar y por el enorme talento de unos actores a los que la gloria siempre los sorprendió con las manos ocupadas y los estómagos casi vacíos.

Manuel Alexandre.
Manuel Alexandre.
Manuel Alexandre (segundo a la izquierda) con Agustín González, José Luis López Vázquez, Cassen, Alfredo Landa y Gracita Morales, en <i>Atraco a las tres</i> (a la izquierda), y con Santiago Ramos en <i>Terca vida.</i>
Manuel Alexandre (segundo a la izquierda) con Agustín González, José Luis López Vázquez, Cassen, Alfredo Landa y Gracita Morales, en Atraco a las tres (a la izquierda), y con Santiago Ramos en Terca vida.

57 años de cine

Todo estaba preparado para que Manuel Alexandre fuese abogado, pero tras descubrir el teatro universitario el actor abandonó la Facultad y se enroló en la Escuela de Arte Dramático de Madrid. Alexandre debutó en la gran pantalla con Dos cuentos para dos

(1947) y siguió su carrera participando en un clásico del cine español,

Bienvenido, mister Marshall (1953), de Luis García Berlanga. Ya totalmente dedicado al mundo del cine, Alexandre formó parte del reparto de Muerte de un ciclista

(1955), de Juan Antonio Bardem. Ese mismo año llegó uno de sus primeros papeles protagonistas con El mensajede Fernando Fernán-Gómez, en la que también figuraba la actriz María Luisa Arias. Luego vendrían Calabuch

(1956), nuevamente a las órdenes de García Berlanga -quien también le dirigiría en Plácido (1961) y El verdugo (1963)-, o su protagonista de El secreto de papá (1959). Su carrera, jalonada por más de 181 producciones, continuó con títulos como Atraco a las tres (1962) de José María Forqué e Historias de la televisión (1965), de José Luis Sáenz de Heredia, coprotagonizada por Concha Velasco, Tony Leblanc y José Luis López Vázquez, y con títulos de distinta fortuna en los años setenta y ochenta. Más recientemente ha participado en

Todos a la cárcel (1993), París-Tombuctú(1999) o Atraco a las 3... y media(2003). Este año, Alexandre ha formado parte el reparto de Franky Banderas e Incautos, con Ernesto Alterio, Federico Luppi y Victoria Abril.

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