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CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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Soledad

Nacido el 12 de diciembre 1863 en la localidad noruega de Löten y muerto el 23 de enero de 1944 en su casa de Ekely, a los 81 años, Edvard Munch es, sin duda, el pintor más célebre de Noruega y uno de los artistas más relevantes e influyentes del arte contemporáneo. Formado artísticamente en Cristiania, la Oslo actual, el talento y las inquietudes de Munch le llevaron pronto a las dos capitales europeas de vanguardia más importantes del fin del siglo XIX: París, por supuesto, donde no dejó de ir desde su primera visita en 1885, pero también Berlín, en cuyo ferviente y polémico mundo artístico fraguó la serie más característica e impresionante de toda su obra: la titulada El friso de la vida, concebido como la expresión del humano tormento psíquico en relación con el amor y la muerte, como así lo revelan algunos de los temas tratados, El beso, Angustia, Madonna, Melancolía, Celos, Cenizas, La danza de la vida, La muerte en la habitación de la enferma y, entre otros, El grito, el cuadro que le hizo mundialmente famoso y el que todavía hoy le sigue identificando como su creación más rotunda.

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Pintado en 1893, Munch describió la vivencia personal al realizar este cuadro: "Una noche anduve por un camino. Por debajo de mí estaban la ciudad y el fiordo. Estaba cansado y enfermo. Me quedé mirando el fiordo, el Sol se estaba poniendo. Las nubes se tiñeron de rojo como la sangre. Sentí como un grito a través de la naturaleza. Me pareció oír un grito. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre verdadera. Los colores gritaban". La propia descripción del autor nos revela la explosiva tensión psíquica que se cernía sobre él, cuya angustiosa existencia, hipersensibilidad nerviosa y múltiples excesos le pusieron no pocas veces al borde del colapso. En todo ello influyó ciertamente su triste vida familiar, con un padre de aprensión religiosa maniaca, la pérdida de su madre a la corta edad de cinco años y también la de su hermana con sólo 15, pero además estaba el malheure finisecular, expresado de forma muy convincente por los escritores nórdicos, como Ibsen y Strindberg, y por el vitalismo trágico de Nietzsche.

Sobre el estilo artístico de Munch, que evolucionó del naturalismo al expresionismo de corte simbolista, se ha dicho de todo: cómo se dejó influir por Manet, Whistler, Von Marées, Puvis de Chavannes, Caillebotte, pero, sobre todo, por Gauguin y Van Gogh. En relación con El grito, se ha señalado la influencia de Gauguin por los contornos vigorosos y los colores planos, pero también por compartir con éste una misma fascinación por el modelo de una Momia peruana, del Museo del Hombre de París, que influyó en la figura central del angustioso cuadro, expresión del terror y cuya resonancia parece modulada por una ondulación musical del color, como el ensordecedor repicar de una estridente campana.

Parece imposible alcanzar una mayor tensión y es lógico que, tras esta emotividad beligerante que acechaba el espíritu de Munch en la última década del XIX, quedase exhausto y, después de recibir cuidados psiquiátricos, el último tramo alargado de su existencia en el siglo XX lo pasase de forma voluntariamente más encalmada, no abandonando sus temas o su estilo, pero tratando de limitar su intensidad o diluyéndola en visiones menos tormentosas.

El grito, en fin, es quizá la expresión más vibrante y acertada de la soledad y la neurosis del hombre contemporáneo, atrapado en un círculo del que irradia el fuego y las resonancias de un dolor ya sentido como absurdo.

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