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Irlanda, la isla que atrapa

Horizontes verdes en uno de los países más pujantes de la UE

El 'boom' económico está transformando su presente, pero las raíces celtas se mantienen vivas. El calor de la vida rural, risas y charlas en los 'pubs' y canciones que llevan del entusiasmo a la melancolía.

Debe de ser así cada día. Lo indica el cartel: "Abierto todo el año". Eileen O'Brien se levanta de madrugada y pone en marcha su bed and breakfast: Atlantic View House, Doolin. Co. Clare. Es éste uno de tantos pueblos en Irlanda: al borde del mar, una sola calle, cuatro casas abrazadas y otras pocas solitarias, y un pub, O'Connors, que hay que buscar a tientas cuando oscurece y que en su interior despliega algo así como el catálogo de las esencias irlandesas. Una chimenea calienta a los presentes mientras un grupo de hombres canta una música melancólica sobre barcos camino de América, los malos tiempos o el Dublín de antaño: "Mi mente está demasiado llena de recuerdos, demasiado vieja para atender nuevos asuntos. Formo parte del Dublín de antaño...".

Pintas

Entre el decorado rústico de O'Connors se oyen charlas en irlandés (celta, estamos en zona gaeltacht, la costa oeste) y risas estruendosas; se ven rostros campesinos, transparentes, cabellos del rubio al pelirrojo, manos pegadas a eternas pintas de cerveza... Ahora que la temporada y la temperatura son bajas, todo el mundo aquí se conoce. En verano, como en toda Irlanda, el extranjero será el rey. "El bullicio es entonces enorme", cuenta O'Brien, con medio siglo de experiencia estival a sus espaldas. Las carreteras, estrechas y serpenteantes, se llenan de autobuses repletos de visitantes, los más fieles, ingleses y americanos; de coches alquilados; de caminantes locales que se resisten a perder la costumbre de andar por las cunetas (se les ve a paso ligero, tan estirados...).

Muchos habitantes costeros, campesinos o pescadores, han mutado en empresarios hosteleros. Seis millones de visitantes recibió Irlanda en 2003, casi la misma población que suman entre la República (3,8 millones) e Irlanda del Norte (1,6). Muchas cosas están cambiando en esta isla que siempre peleó por ser ella misma; que posee un rico y dramático pasado; dos tercas visiones religiosas, católicos y protestantes; y dos territorios, la Eire independiente y el Ulster, ese Norte que es provincia del Reino Unido.

Y no sólo es el turismo lo que va bien. "Ésta es la primera generación de irlandeses que no tiene que salir a trabajar fuera. Ahora somos nosotros los que damos trabajo, recibimos gente...", nos dirá Deaglán de Bréadún, periodista del diario más vendido, el Irish Times; lo repiten unos y otros. El boom económico está en boca del político y del hombre de la calle. Y lo dicen las estadísticas: cada año se contabilizan 30.000 nuevos inmigrantes. Pero sobran números. Basta mirar alrededor. Dublín es ya un lugar tan mestizo que en sus calles se puede llegar a oír una decena de lenguas simultáneas. Este 22 de enero, por primera vez en la historia de la capital, se ha celebrado el Año Nuevo Chino. El acontecimiento fue portada en los periódicos. "Hace no mucho, si veías a un chino por la calle te quedabas boquiabierto", afirma Philip O'Dowd, librero en Blackrock (barrio dublinés) y experto en mafias, vida portuaria y asesinatos (como el de la periodista Veronica Guerin que ahora se ha hecho película). Una colega suya en Rathmines lo sintetiza: "Nadie nos ha preparado para esto". Para O'Dowd, este estado de felicidad nacional es una nube, "mucha cifra pero poca calidad, poco bienestar social". Así, muchos coinciden en señalar esas brechas que se abren cada día un poco más: entre lo rural y lo urbano, entre jóvenes de mente abierta y mayores creyentes, entre los nuevos ricos y los nuevos pobres, entre los de la tierra y los de fuera. Pero con el puro dato económico en la mano, la República, tras tres décadas de fe en la Unión Europea (que Irlanda preside durante este primer semestre de 2004), va viento en popa: sólo Luxemburgo y Noruega la superan en el PIB por habitante.

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Concentrada en su propia realidad, en su comedor lleno de loza y cuadros marineros, O'Brien prepara zumos y leche, asa salchichas y beicon... Es el desayuno nacional, el irish breakfast. Una expresión tan imprescindible aquí como saber decir "Guinnes", citar a Bono, Joyce, The Commitments o hasta The Thrills (grupo pop dublinés de moda), o tener claro el significado de palabras como celtic, pub, viking, distillery, gaelic football... ¡Ah!, y conseguir tararear (muy útil para los buenos ratos) la canción de Molly Malone, esa vendedora ambulante cuyo fantasma aún pasea por las calles dublinesas: "In Dublin's fair city where the girls are so pretty... She died of a fever and no one could relieve her..." ("En la hermosa ciudad de Dublín, donde las chicas son tan guapas... ella murió de fiebre y nadie pudo remediarlo").

El olor de la fritura de O'Brien se cuela por las rendijas de las puertas, mientras la lluvia (el estado natural en Irlanda, según opinión generalizada) golpea las ventanas. "Mire, mire a lo lejos...", dice uno de los hospedados. Miramos. La sorpresa ya es difícil. Porque una vez conocidos el parque natural de Connemara, las playas de Galway, el lago Corrib y el Joyce's Country, la carretera de Kinvarra y Murroogh y el universo lunar de los Burren... una vez llegados a este punto, ya se sabe lo que hay que saber: que el campo es lo mejor de Irlanda.

Que no tendrá más remedio que detener el coche en cada recodo de esta isla de 83.000 kilómetros cuadrados (casi siete veces más pequeña que España) para contemplar esa especie de postales idílicas que surgen en el horizonte. El paisaje irlandés responde a las expectativas. Y no es extraño que los nativos echen en falta su sola contemplación cuando abandonan esta tierra, con esa nostalgia con la que han sabido crear libros y películas (ahí están los dos John, Ford y Huston, para ilustrarlo). Los primeros pobladores (7000 antes de Cristo), los celtas (600 antes de Cristo), los vikingos (1000 de nuestra era) y muchos otros debieron sentir algo similar... Por eso dejaron dólmenes, cruces (enormes las de Monastirboice), tumbas (Newgrange, ojo al paisaje), torres fálicas (como la del cristiano Glendalough)... Tantos y tantos rastros de su estancia, simples excusas para el regreso.

Acantilados

El día clarea. Cerca se ve el mar, que estalla en espuma, y cientos de gaviotas levantando el vuelo. A lo lejos brota la silueta de los Cliffs of Moher. Estos acantilados de perfil espectacular son la atracción turística número uno en la República. Podrían no existir y ¿daría igual? Quizá. Porque la isla entera es un cóctel de agua y piedra, un popurrí de verdes, una geografía que juega a la sorpresa, un combinado con sabor a parque natural (Connemara, Derrynane, Killarney), a castillos de piedra oscura (Blarney, Cashel, Dunluce), a senderos que invitan a ir más allá, a cielos que se abren y cierran por puro capricho (puede lucir el sol y llover al mismo tiempo); a travesías marinas hacia alguna de las decenas de islas, las Blasket, Sherkin, Cape Clear o Tory.

Desde aquí mismo, desde Doolin, parten barcos hasta las de Aran, las más famosas; a Inishmore, Inishmaan, Inisheer... Un mundo pétreo que retrató Robert Flaherty en su película Man of

Aran, un clásico de 1934 que estos días repone el Irish Film Institute en Dublín. "El triunfo del hombre en lucha contra la naturaleza hostil", reza el folleto. Así fue entonces, ahora lo hostil quizá no sea tanto la naturaleza en bruto, sino la brutalidad de la especulación, el urbanismo, las autopistas que acechan...

Los vehículos se agolpan frente al centro de visitantes de los Cliffs. Los turistas buscan souvenirs o un café caliente. El viento puede soplar tan fuerte y frío que en cualquier época un poco de calor no sobra. Los vendedores ambulantes ofrecen jerséis y gorros de gruesa lana nacional, pañuelos con motivos celtas. La masa de gente que se apresura por llegar hasta el borde de los acantilados es un signo de la atracción que los abismos despiertan. A la puesta de sol, las cámaras se preparan para captar el instante en que "se acueste en el agua", según expresión de unos niños acodados en el muro que separa la tierra firme de la caída extraordinaria. Un cartel advierte del peligro de cualquier ruta "no oficial". Sobre todo para los pequeños. Pero muchos (con niños) lo obvian y saltan sobre las piedras y la hierba embarrada, dispuestos a obtener ángulos distintos para la contemplación. Hay otro lugar en esta zona, Loop Head, en Kilbaha, menos conocido que los Cliffs, que ofrece las mismas sensaciones, si no aumentadas. Un faro se levanta sobre una zona de acantilados tan bestial que ni siquiera el viento traicionero consigue distraer del objetivo: ir más allá, siempre más allá, hasta poder tocar con los ojos el punto más bajo, allá donde se rozan la tierra y el agua.

El anillo

"A los nacidos en Kerry nos llaman en Dublín farmer, algo así como decir 'pobre granjero", afirma Mark Biggane, un aspirante a profesor de inglés que sueña con marcharse al extranjero. Su tierra natal, Kerry, posee el anillo más hermoso y turístico del país. Para llegar hasta él hay que optar por asomarse a Killarney, con sus lagos, o a Tralee, con su bahía. Y antes o después quizá valga la pena detenerse a orillas del Shannon, en Limerick (70.000 habitantes) y en Cork (150.000), zonas urbanas hoy prósperas. La primera aún conserva esas hileras de casas paupérrimas que ilustraron el libro Las cenizas de Ángela, de Frank McCourt, en una época, entre 1845 y 1850, que fue rica en plagas y miseria; que vio perecer a un millón de personas de hambre y epidemias e hizo salir a otras tantas de la isla con la sola intención de salvar la vida. Cork rezuma ambiente estudiantil, pubs con música en directo, barrios inclinados sobre el río Lee, una hermosa bahía y un extrarradio, Blarney, en el que se cobijan famosos y nuevos ricos.

Las tres penínsulas, Dingle, Iveragh y Beara, se presentan en los mapas como un manjar verde; todas sus carreteras están señaladas como scenic route. El anillo circunvala la de Iveragh. Comienza y termina con parques naturales, pueblos costeros, pequeños puertos, casas de fachadas coloristas... En Caherdaniel el romanticismo nacional alcanza su punto álgido, entre playas de dunas y recuerdos de Daniel O'Connell, el héroe liberador, nacido aquí. Desde Kenmare (dos calles, un lago, mucho hotel y restaurante, el mismo perro solitario que persigue feliz al turista) hasta Bantry el paisaje se transmuta: unas veces lunar, desierto, sólo el ganado pastando en el horizonte; otras, casi ajardinado, artificial, frondoso.

La Calzada

En el otro extremo de la isla, John Martin, el guía, conduce el minibús y habla al mismo tiempo, con gran admiración y un inglés imposible, de este pedazo de Irlanda (la del Norte) que le ha tocado en suerte. La Calzada del Gigante (hermanada con los Cliffs en espectacularidad) es el objetivo de una travesía que parte de Belfast, capital de Irlanda del Norte, de sus calles divididas y las pintadas políticas en los muros, que cruza un campo salpicado de pueblos con restos medievales y se desvía luego hacia la costa Éste en un recorrido de visiones idílicas sobre el agua... La calzada hace honor a su nombre hiperbólico, una reunión de piedras volcánicas (se calcula que 40.000) colocadas a modo de escalones, y tiene hasta su mitología: el gigante MacCool la construyó para traer a su amada desde Escocia. Americanos, franceses y españoles dudan entre seguir la ruta a pie del agua o el sendero que bordea la zona alta... Ambas deslumbran. Luego, Martin se detendrá un instante, para oír una vez más las exclamaciones, ante la silueta del fantasmagórico castillo de Dunluce, del siglo XVI, colgado literalmente sobre el mar; ante un pub llamado Smugglers (contrabandistas), que dice mucho del ambiente del lugar en épocas pasadas, y, finalmente, en la destilería Bushmills, competencia real (aquí huele a whisky de verdad) de la Jameson dublinesa.

Urbanitas

Lo que no tiene rival es la Guinnes, dublinesa famosa en el mundo entero. Desde el bar acristalado de la sede cervecera se puede contemplar la capital (un millón de habitantes) en todo su esplendor. El centro hacinado y el mar abierto. El libro That's Ireland. A miscellany describe curiosas características patrias. Por ejemplo: "¿Cuánto se tarda en desplazar con un vehículo un paquete de cinco kilos por el centro de Dublín?". Respuesta: 58 minutos, penúltimo lugar en el ranking, justo antes de Calcuta. El atasco llegó a Dublín y terminó con su imagen provinciana. Ahora ya es metrópoli. Y no sólo eso. Temple Bar y la zona de Grafton Street (en menor medida) es hoy un encantador y masificado escenario turístico donde se reúnen a meditar los borrachos a altas horas; donde roban carteras; donde los guardias se dejan hacer fotos y regalar flores; donde abres una puerta, si los matones te dejan, y aparecen cuerpos semidesnudos, músicos luciendo talento en vivo y mucho humo... Grafton Street es una locura comercial que se disputan decenas de músicos callejeros de toda edad e instrumento, del arpa al micro rapero. El norte del río Liffey se moderniza ahora en Smithfield, mientras O'Connell Street y alrededores sigue siendo el universo del caos, la prisa y las obras eternas (se recuperan dos viejas líneas de tranvía).

Dublín encanta o decepciona. Según. Pero todo se relativiza al frecuentar sus pubs, al contemplar sus casas georgianas con puertas de colores, sus teatros, el continente y el contenido de la National Galery o de ese hospital que ocupa el Museo Irlandés de Arte Contemporáneo (que dirige el español Enrique Juncosa). A pesar de su obsesión por dar la espalda al mar y de esa horrible central en el puerto, la ciudad se salva en las playas de Dollymount y Sandymount, de mareas intensas, en la belleza de las poblaciones que recorre el DART (tren costero), Malahide y Howth (norte) o Dun Laoghaire, Dalkey y Bray (sur), nidos de ricos.

Y existe esa otra ciudad que obliga a recurrir al tópico de que lo mejor de un lugar siempre son sus habitantes. La realidad que construyen los dublineses. Basta admirar a la actriz Jessica Freed, que cada tarde declama versos mientras acompaña a los turistas de pub en pub en una excursión literaria por los rincones que frecuentaron escritores locales como Wilde ("arte y destilerías eran su especialidad", dice Freed), Swift, Yeats, Shaw o Becket... O a Emily Marshall, profesora de inglés, a la que se puede ver llegar a diario en bici a Kildare Street para atender a esos estudiantes que hacen del idioma un negocio nacional (entre ellos, unos 50.000 españoles al año). O a Mark McGohan, mecánico y marinero, del lugar vikingo de Clontarf, cuyos colegas del Yacht Club nunca pisan el centro de Dublín, pero cada poco se enrolan y recorren el mundo.

O esos taxistas que deben haber firmado un pacto secreto porque en sus vehículos suena una música pop rock tan buena que no hay más remedio que aceptarlo: en Irlanda la música es como la patata. El alimento de cada día. Tan cotidiano como citarse para una guinnes en el Trinity College, y cruzar luego ante la escultura de Molly Malone, camino de Grafton Street, donde si hubiera el debido silencio aún se oiría aquello de "In Dublin's fair city where the girls are so pretty...". Compruébelo.

Los acantilados de Moher, en la costa oeste de Irlanda, ofrecen uno de los más bellos espectáculos del país.
Los acantilados de Moher, en la costa oeste de Irlanda, ofrecen uno de los más bellos espectáculos del país.CRISTÓBAL MANUEL

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