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Taormina, la musa siciliana

Partiendo de un enclave mítico, una ruta por la isla italiana

En esta ribera los ruiseñores cantan durante seis meses, un suceso extraordinario que Johann W. Goethe registró en sus notas del día 7 de mayo de 1787. El canto de los ruiseñores suele ser alegre y generoso, una llamada a la exaltación del espíritu, y algo así no sólo se escucha en Taormina, una de las muchas escalas que el escritor alemán realizó durante su celebrado viaje a Italia, sino que es habitual en otras ciudades del Mediterráneo que han servido de alojamiento e inspiración a numerosos escritores durante el siglo XX, como Mallorca, Argel, Capri, Alejandría, Niza o Taormina.

Todas ellas son geografías literarias, figuras poéticas en las que el clima, pero también la belleza, las convierten en lugares especiales, y si hablamos de belleza, Taormina podría haber sido un "paraíso en la Tierra", como la definió Goethe a causa de la espectacularidad de su emplazamiento, pues está incrustada en el monte Taurus formando un balcón sobre la Riviera jónica. Acertaba Guy de Maupassant cuando la consideraba por encima de todo un paisaje que, aunque transformado por griegos, romanos, bizantinos, árabes, normandos y españoles, "resume en sí todo lo que hay en la Tierra capaz de atraer la vista, la imaginación y el espíritu". Hoy ese paraíso, sustentado por la trilogía que forman su vista aérea sobre el mar, su estratégico teatro griego colgado en la colina y la imponente silueta del Etna, apenas es un espectro de su animado pasado. Un lugar tan recomendado en voz baja que ha muerto víctima de su propio éxito.

Durante tres siglos Italia fue destino obligado para los practicantes del Grand Tour, ese periplo por la cultura europea y oriental que buscaba en las ruinas un sentimiento de exaltación poética, y Sicilia era el cuarto de atrás, una misteriosa desconocida. En los escaparates de las anodinas tiendas de souvenirs que salpican el Corso Humberto, su calle principal, descoloridas y avejentadas, aún se ven reproducciones de los rincones de la ciudad en la época en que la visitó Goethe. Algunos son del pintor, dibujante y viajero Jean Houel, que recaló en Sicilia hacia 1770 en el curso de un largo viaje estudiando a los maestros italianos. Pero estas imágenes no interesan tanto a los turistas como las fotografías de colorido sepia que muestran a jóvenes y aceitunados muchachos en lánguida actitud, auténticos efebos morenos de pelo rizado que sirvieron de reclamo a la comunidad culta homosexual de Europa y América durante más de un siglo. El fotógrafo alemán Wilhelm von Gloeden (1836-1931), que vivió en la isla unos 50 años, fue el autor de estas fotos cansinamente reproducidas a modo de marketing turístico y que fueron tan efectivas que el crítico Harold Acton consideró la Taormina de la época como "un educado sinónimo de Sodoma".

Definitivamente, Taormina podía exhibir tal catálogo de bellezas naturales que la convirtió en la estación de moda para todo aquel que podía permitirse el lujo de salir a invernar. Cuando abrió el hotel Tineo en 1874 pasó a ser el refugio donde alojar a muchos miembros de la realeza europea que a veces se inscribían con nombres falsos para disfrutar del incógnito. Años después, cuando abrió el San Domenico, mucha de la clientela trasladó sus maletas a este hotel que hoy, convenientemente reformado, es uno de los más lujosos y sibaritas de Italia. Al San Domenico acudió Eduardo VII en 1906 y Jorge V en visita privada en 1924, y no consta que se quejaran de ese otro tipo de huéspedes, chinches y cucarachas, que los protagonistas de una novela de Paul Morand observaban por las paredes "como los motivos de una decoración estarcida".

Churchill y Mann

"¿Se puede entender una ciudad sin sus hoteles?", se pregunta Manu Leguineche en su delicioso Hotel

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Nirvana. En este caso ambos alojamientos de Taormina cuentan con varias páginas en la historiografía literaria. Al Tineo acudían Winston Churchill, Thomas Mann, Somerset Maughan o Tennessee Williams, que escribió ahí parte de sus obras Un tranvía llamado deseo y La gata sobre el tejado de

zinc. Truman Capote, otro de los asiduos invernantes de Taormina, se encontraba alojado en el San Domenico en 1950 cuando fue testigo de una curiosa anécdota entre el taciturno Ándre Gide y el desinhibido Jean Cocteau, quienes llevaban muchos años sin dirigirse la palabra. Cuenta el americano que Gide, cuando estaba en Taormina, tenía la costumbre por las mañanas de sentarse al sol en la plaza mientras se perdía en divagaciones bebiendo a sorbitos una botella de agua salada recién cogida del mar. Cuando Jean Cocteau se topó con él, por casualidad, acudió alegremente a su encuentro dispuesto a arrojar pelillos a la mar y se fundió en un abrazo a la vez que le besaba efusivamente. Gide, sorprendido y molesto, replicó con hosquedad: "Estése quieto ya, que estropea el paisaje", y así fue como ya no se hablaron más el resto de sus vidas.

Fue otro enamorado de las islas mediterráneas, el escritor D. H. Lawrence, quien también vino a buscar la inspiración y alquiló una casa en Via Fontana Vecchia durante tres años. Escribió bastante poesía, y su celebrado poema Snake fue concebido allí, pero no debió ser un tiempo grato para el escritor debido a algunos devaneos de corte sentimental que experimentó su esposa Frieda en tan peligrosa ciudad.

Años después, Lawrence Durrell acudió en peregrinación literaria a visitar la casa de Lawrence. Por entonces aún redondeaba sus ingresos con artículos sobre viajes, aunque ya había escrito sus obras más importantes. Viajaba como un simple turista haciendo un recorrido de grupo por Sicilia, un paquete como se dice ahora, que le vendió su agente de viajes con el nombre de Carrusel Siciliano. La casa de Lawrence le parece a Lawrence modesta, pero perfectamente adecuada a los poemas que escribió aquí, y paseando por el Corso Humberto expresa su admiración a esta pequeña y escarpada ciudad: "Todo el lugar estaba bañado por un sentimiento maravilloso de intimidad, bienestar y refinamiento". Tanto le gustó que decide acabar su libro sobre Sicilia con el capítulo dedicado a Taormina.

Paul Theroux

Esta visión entusiasta fue también compartida, años después, por el escritor y viajero Paul Theroux en el curso de su largo viaje por el Mediterráneo que da origen a su libro Las columnas de

Hércules. "No me esperaba una vista tan impresionante", anota entusiasmado. "Con lantanas y palmeras, buganvillas y maravillas, soleadas y serenas, costaba imaginar un lugar más bonito o un entorno más impactante".

¿Hubo algún disidente? Pues sí, lo hubo por pereza o por delicadeza, según se mire. Otro ilustre turista en viaje de grupo se quedó al lado sin sentir curiosidad por este lugar preñado de historias. "No puedo explicar esta aversión a ver Taormina", cuenta Evelyn Waugh en Etiquetas, un libro que, como el de Durrell, nació de su trabajo paralelo como articulista de viajes. El escritor inglés no quiso entrar en la ciudad porque ahí se encontraba en esos momentos una pareja de amigos pasando su luna de miel y no deseaba importunarlos, aunque sí pudo extasiarse al contemplar el Etna, "una visión que jamás olvidaré", pues "nada de lo que había visto hasta entonces en el arte o la naturaleza era tan chocante". Una imagen que Edmundo de Amicis calificó como "un paraíso terrestre interrumpido por la boca del infierno".

El Etna y esa panorámica espectacular de su teatro grecorromano que fue pintada por muchos artistas, entre ellos Gustav Klimt y Paul Klee, siguen estando ahí, el resto son imágenes borrosas de un pasado que se recuerda en unas pocas líneas de las guías de viajes. Varias veces a la semana llegan a la abierta bahía de Giardini-Naxos, que es la playa natural de Taormina, los enormes barcos de cruceros que escupen oleadas de turistas sobre sus calles. La invasión dura unas horas, pero respeta la noche, que es cuando se recobra la tranquilidad. Para entonces las ocho cabinas del funicular, que sube y baja a los visitantes desde la playa de Mazzaró, ya han cerrado sus puertas y la ciudad se queda a solas. Dejando a un lado su arteria principal, todo el dédalo de callecitas y callejones se abren a intimidades; los pequeños restaurantes encienden sus velas y los patios de las casas dejan entrever la escenografía de la placidez que los auténticos habitantes esconden a la mirada ajena. Pero aun así se entiende que Taormina no pertenezca a Sicilia, como aseguraba Leonardo Sciacia, porque siempre fue una invención creada para el turismo, aunque fueran aquellos acaudalados y exquisitos turistas del Grand Tour en ruta por Europa. Para volver a la auténtica Sicilia basta recorrer hacia arriba los cinco kilómetros que la separan del hermoso y auténtico pueblecito de Castelmola. Es su frontera con la realidad.

El volcán Etna nevado, de 3.323 metros de altura, visto desde Taormina, en Sicilia.
El volcán Etna nevado, de 3.323 metros de altura, visto desde Taormina, en Sicilia.VANDEN WIJNGAERT

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