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MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Berlín, amable y contradictoria

SÓLO CON ATERRIZAR en Berlín sabes que llegas a una capital diferente. Y es que el pequeño Tempelhof (situado dentro de la ciudad), más que un aeropuerto, parece una estación, que hace al viajero sentir la cercanía inconsciente al lugar de destino, con la sensación de haber realizado un entrañable trayecto en tren y no de haber volado más de 3.000 kilómetros dejando bajo tus pies gran parte de la vieja Europa. Acabas de llegar y ya percibes el microcosmos urbano, fuera (y dentro) de todo. Si destaco algo en su vida, la calle, la amabilidad, la contradicción. No es bella, pero enamora. Es monumental, pero humana.

Llegar a Alexanderplatz, como punto de partida, y ver qué lejos quedan las sensaciones que tenía en mi cabeza después de leer a Alfred Döblin, incluida su Isla de los Museos. Y caminar bajo los tilos (Unter den Linden) para encontrar la Puerta de Brandeburgo. Irradiaciones en la media mañana dominical de un ambiente de especias e infusiones turcas. Sensaciones del gran parque Tiergarten al ser atravesado por la avenida del 17 de Junio (cuánta fecha, cuánta guerra, cuánta victoria y cuánta derrota, cuánta historia viva aún). Seguir por esta avenida y asomarnos un poco al otro lado, lo que fue el oeste, pero sólo un poco, porque mi Berlín verdadero se acaba de quedar a la espalda, como quedó el pesado y masivo Reichstag, así descrito por Uwe Timm en La noche de san Juan, antes de introducirnos en el verde corazón berlinés.

Berlín se agita, sólo hay que asomarse a la frenética Postdamerplatz, a la afrancesada Friedrichtrasse o a la populosa Ku-damm y comprobarlo, pero yo me quedo con un banco de hierro donde sentarse en cualquier plaza de Mitte o San Nicolás, y ver cómo pasa el tiempo a golpe de pedal en bicicletas tranquilas. Y, aunque no se quiera, la mirada acaba yendo al suelo, y encuentra la cicatriz de lo que fue el muro, expresada en una simple hilera de adoquines que los berlineses han querido dejar grabada en su propia carne, en cada uno de los metros de infamia que fueron alineados en cemento, que no hacen más que agrandar el reflejo no irreal del paso arrasador del siglo XX sobre la capital diferente.

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