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Corrientes y desahogos
Columna
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Música de plata

En la España de los años veinte era impensable una buena acogida de compositores como Bartók, Mahler o Stravinsky pero la convicción de Argenta los llevaba a su repertorio

Decía: “Cada vez que dirijo Don Juan, todas las mujeres de la sala sienten un orgasmo”. No era verdad pero podría servir de hipérbole. No había mujer, alta o baja, rubia o morena, joven o madura que se le resistiera. Hasta algún crítico lo describía con palabras de enamorada: alto, apuesto, galán, de pelo negro, tirante y liso “con sus reflejos de ébano”.

Fue el más importante director de la Orquesta Nacional de España de todos los tiempos (y el más alto: 1,86 metros). En correspondencia con su talla (dirigió 500 conciertos desde 1944 a 1956) ostentaba el nombre potente de los hombres insignes. Ataúlfo Argenta, Herbert von Karajan y no Sergiu Celibidache o Riccardo Muti. ¿Quién podría suponer que con su firma “de plata” no sobrevolaría cualquier imperio?

El imperio natal, sin embargo, fue durante su corta vida (1913-1958) una España atrasada y un franquismo chusquero. Argenta no fue constante ni disciplinado, pero los auditorios del mundo le aclamaron muy pronto.

Era de porte desgarbado e hilvanaba la música con un primor o rigor que en alguna ocasión reprochó a la orquesta que tomara la más mínima inflexión de su batuta como un exorno. Una batuta fina y sin mango, de 45 cm de longitud.

En la España de los años veinte era impensable una buena o incluso benévola acogida de compositores como Britten, Bartók, Schönberg, Mahler o Stravinsky pero la firme convicción de Argenta los llevaba a su repertorio. Lo hizo además con tal ahínco que, en dos ocasiones, interpretando a Bartók respondió al abucheo del público ofreciéndole de propina la repetición de los movimientos que fueran más pateados. Amante del cine, la literatura, la foto, los puros, el fútbol y el ciclismo fue sobre todo el devoto enamorado de Juana Pallares, su esposa, con la que tuvo cinco hijos. Una relación que, sin embargo, no detuvo frecuentes devaneos. Para colmo, murió junto a una amante y pianista, Silvie Mercier (23 años) intoxicado dentro de su Audi A90 SIX en el garaje de su chalet, en Madrid, la noche del 21 de enero de 1958. La narración de la muerte con la que termina el libro es tan meticulosa y emocionada como las 500 páginas que la preceden. No hay ficción sino verdad. Un obsequio intelectual que ha elaborado Ana Arambarri con documentos de primera mano para la editorial Galaxia Gutenberg. Está titulado Música ininterrumpida. Pero podrían intitularse, siendo Argenta, Música de plata.

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