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Cinco conciertos consecutivos y cuatro orquestas acabaron con la maldición de la "Novena"

¡Víctor Pablo está vivo!

El maestro logra la proeza de dirigir nueve novenas sinfonías diferentes en nueve horas

Angel Díaz (EFE)

Víctor Pablo Pérez está vivo. Se le ha visto amanecer esta mañana en buen estado de revista. Sus allegados han escuchado su voz al otro lado del teléfono. Responde los whatssaps. Y reacciona a los estímulos exteriores. Parece incluso que ha comprado el periódico.

Y no encontrará en ellos noticias de su esquela, aunque bien podría haber sucedido, de tanto provocar al cuerpo, a la mente y a la superstición. Pues ha dirigido nueve novenas sinfonías este sábado, incluidas las más largas y las más hondas, siendo las novenas una maldición en sí mismas.

La prueba está en que muy pocos compositores sobrevivieron al intento de escribir la décima. Sería culpa de Beethoven, cuya Novena de plenitud fue un límite infranqueable para sus compañeros. Y para él mismo, toda vez que no pudo prosperar en el esbozo de la siguiente. Ni pudo hacerlo Mahler con en la intentona de sobrepasar la elegía de su último adagio.

Se quedaron en las puertas de la Décima Schubert y Bruckner. Tampoco consiguió sobreponerse a la maldición el propio Dvorak, ni malograron el sortilegio Vaughan Williams ni Glazunov. Es verdad que Dimitri Shostakovich acabó con las supercherías estrenando su Décima en 1953, pero la propia excepcionalidad del coloso ruso en su fertilidad y en su ferocidad explica que terminara escribiendo hasta una Decimoquinta sinfonía, aunque  fue la Decimocuarta su verdadera Novena en el sentido conceptual y en las alusiones a la muerte, como si Mussorgsky hubiera venido a visitarle de ultratumba, “acunándolo” con las danzas y canciones del sudario.

Víctor Pablo Pérez está vivo, insistimos. Le sobra escepticismo y cartesianismo para dejarse sugestionar por la “maldición de la Novena”, pero el ritual de dirigir nueve novenas en una jornada -se lo propuso Antonio Moral con tanta confianza en el maestro como inconfesable sadismo- arriesgaba en convertirse en un desafío al más allá, en una provocación a la fortuna y hasta en un ejercicio de inmolación que podría haber terminado con un infarto en el podio, pues no solo los toreros alcanzan el sueño morboso de morir en la plaza. Y ahí están los casos de Felix Mottl o de Joseph Keilberth -ambos víctimas del Tristán-, por no citar los ejemplos ilustres de Dimitri Mitropoulos, Arvids Jansons o más recientemente Giuseppe Sinopoli, un egiptólogo que murió dirigiendo Aida.

Víctor Pablo Pérez está vivo, me he cerciorado yo mismo de su buena salud, no por desconfiar de las informaciones intermediarias, sino por desconfiar de los peligros que conllevaba esta proeza física y mental. Y no sólo en su fase de ejecución, por así decirlo, sino en la agenda de ensayos, en la capacidad de asimilación, en la clarividencia que requiere cambiar de orquesta -cuatro diferentes-, de compositor (Haydn, Mozart, Schubert, Beethoven, Mahler...-, de estilo y de época, sometiéndose él mismo a un extremo ejercicio de idoneidad o de competencia -nueve horas en el podio, cinco conciertos consecutivos-, no siendo Víctor Pablo un megalómano, ni un atleta ni pretendiendo mucho menos emular el estajanovismo y el fertilísimo sudor del maestro Gergiev.

La experiencia podría haberlo sepultado, maldiciones y supersticiones al margen, pero ha terminado convirtiéndose en un pasaje de iniciación en la placidez de una nueva frontera. Víctor Pablo disfruta ya del paraíso de la “Décima”. Nunca será el de antes. Y tiene toda la vida por delante.

 

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