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Crítica | La casa de la esperanza
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Exterminio para lánguidos

Parece más una clase urgente para niños de siete años sobre deportación y exterminio, que un análisis verdadero de un hecho histórico de esencial importancia

Jessica Chastain, en 'La casa de la esperanza'.
Javier Ocaña

LA CASA DE LA ESPERANZA

Dirección: Niki Caro.

Intérpretes: Jessica Chastain, Daniel Brühl, Johan Heldenberg, Timothy Radford.

Género: drama. EE UU, 2017.

Duración: 127 minutos.

Hace apenas mes y medio, a raíz del estreno de Paraíso, del ruso Andréi Konchalovski, y rememorando el relativamente reciente de El hijo de Saúl, del húngaro László Nemes, comentábamos que aún quedaban resquicios, tanto éticos como estéticos, para abordar temas en principio tan agotados como el nazismo y el Holocausto judío, tratados del derecho y del revés, con explicitud y sutileza, con necesaria pertinencia e incontenible asiduidad.

Una reflexión en la que es necesario insistir ahora que llega La casa de la esperanza, película de la neozelandesa Niki Caro acerca de un hecho real en la Varsovia invadida por el ejército alemán, y que acaba confirmando la teoría, y el valor de las películas de Konchalovski y Nemes, aunque sea justo por lo contrario: la insignificancia ética y cinematográfica, narrativa e histórica, de un relato que, aun verídico en su eje central, luce desteñido y melindroso, con unas ansias clásicas a destiempo que solo se revelan vulgarmente académicas y desdramatizadas.

La casa de la esperanza, basada en un exitoso libro de Diane Ackerman, parece más una clase urgente para niños de siete años sobre deportación y exterminio, sobre invasión y resistencia en el gueto de Varsovia, que un análisis verdadero, congruente y capaz, de un hecho histórico de esencial importancia. Alrededor de la figura del matrimonio Zabinski, cuidadores del zoológico de la ciudad en tiempos de la invasión nazi, que llegaron a convertir las instalaciones, ya sin animales a causa de los bombardeos, en lugar de ocultamiento para judíos y en símbolo de obstinación y valentía frente a la barbarie, la película de Caro parece una dulzona producción de hace 70 años que haya atravesado un inconcebible túnel del tiempo.

Que el análisis de los comportamientos exteriores y las conciencias interiores de los seres humanos implicados en los hechos sea dolorosamente inabarcable, tanto en el lado oprimido y exterminado como en el de los criminales que lo ejecutaron, lo que sigue abriendo la esperanza para futuros acercamientos de verdadera complejidad, provoca que sea aún más palpable el fracaso de una película a la que no sostiene ni el aura de estrella clásica de Jessica Chastain.

Mal contada (la sistemática de guarecimiento y evasión no pasa de lo incomprensible), y peor concebida en tono y recursos, quizá se resuma en dos secuencias que Caro, la directora de Whale Rider y En tierra de hombres, filma con aspiraciones de turbación: el inverosímil conformismo del jerarca nazi enamorado de la señora Zabinski, atusándole el pelo y lavándole las manos en una fuente, y el atrevimiento lírico con las cenizas volantes, producto de la salvaje quema de los edificios del gueto.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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