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FIBRAS Y CONFABULACIONES
Columna
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Werther, amante suicida

Como el personaje de su novela, Goethe tendía a desear a la mujer del prójimo, solo que cuando la cosa se ponía fea cambiaba de ciudad

Fotograma de la película 'Goethe!', de Philipp Stölzl.
Fotograma de la película 'Goethe!', de Philipp Stölzl.

Werther, joven impulsivo, llora con frecuencia en las ciento y pico páginas que comprende su historia. Al principio derrama lágrimas de alborozo ante paisajes primaverales que son reflejo de su felicidad; después, lágrimas de pena, bien sea porque lo emociona el recuerdo de su alegría perdida o porque, en fin, entre tinieblas de invierno, colinas siniestras y oscuridad nocturna, agotada la última esperanza, ya no puede más.

Werther es fácilmente parodiable en nuestros días por causa, sobre todo, de sus escenas de comportamiento extremo. También lo son a su manera el Caballero de la Triste Figura o Hamlet, lo cual no les resta complejidad, al menos para quienes disponen de una antena con que sintonizar la alta literatura.

Hubo jóvenes que allá en el siglo XVIII se quitaron la vida trastornados por la lectura de Las penas del joven Werther. Napoleón gustaba de llevar un ejemplar de la novelita en sus campañas. Se conoce que no terminaba de calentarse con los cañonazos, el humo y la carne esparcida por los campos de batalla. Hay quien conceptuó perversa esta obra de Goethe, considerándola una incitación al suicidio, y quien, exento de inclinaciones románticas, no duda en tildarla de kitsch.

No deja de ser curioso que un hombre de orden, con una entraña tan conservadora, figure en las historias de la literatura como adelantado del romanticismo

Goethe tenía 25 años en 1774, cuando publicó por vez primera el Werther. Lo escribo así, el Werther, como se suele decir en Alemania, lo mismo que entre nosotros decimos el Quijote o la Celestina. El libro adquirió con rapidez esa pátina de óxido que, según algunos, menoscaba, anula, pone bajo sospecha la calidad literaria. Me refiero al éxito. Se cuenta que los lectores entusiastas se arracimaban ante la casa de Goethe, algunos venidos desde el extranjero.

No deja de ser curioso el que un hombre de orden, con una entraña tan legalista y conservadora, figure en las historias de la literatura como adelantado del romanticismo. Poco se asemejaba su idiosincrasia a la de su ardiente personaje, un auténtico absolutista del corazón. Como este, también Goethe tendía a desear a la mujer del prójimo, sólo que en su caso, no bien la cuestión se ponía fea, cambiaba a toda prisa de ciudad. La controversia suscitada por el libro no dejó indiferente a su autor. En la edición de 1775, la segunda, introdujo en el texto diversos cambios con finalidad suavizadora.

Averiguamos los sucesivos lances de la historia por las cartas confesionales que Werther envía a un amigo de confianza, cuyas posibles respuestas no han sido incorporadas a la novela. El monólogo epistolar deja huecos en la serie episódica que el lector debe completar. En uno de ellos, de 17 días, Werther se prenda de Lotte. El hecho de que no se nos cuente cómo ha ocurrido tal cosa nos invita al placer de imaginarla. La hermosa Lotte, mujer de encantos físicos e intelectuales, comprometida con otro, admite a Werther en su cercanía y él va ganando méritos por la senda de entretener a los ocho hermanos pequeños de ella, huérfanos de madre. La obsecuencia de Lotte es­timula los avances del enamorado e induce a este a concebir ilusiones imposibles que al fin desatarán su tragedia.

Juan José Saer (El concepto de ficción) afirma que el epistolar no es tanto un género como un procedimiento. Las limitaciones del mismo, cuando se trata de narrar la propia vida, saltan a la vista. Bastante antes del desenlace de la novela, el lector comprende sin sombra de duda que a Werther lo espera una muerte violenta. El propio personaje se encarga de anunciarla en repetidas ocasiones de forma cada vez más explícita.

La vida del amante rechazado, que ya no halla sentido ni gusto a la existencia, se va a acabar y, con ella, su historia novelada. A Goethe se le plantea un problema de tipo técnico. Es imposible que el narrador cumpla su cometido en el tramo final de la novela. Que a última hora, con las armas cargadas sobre la mesa, Werther redacte una carta de despedida a Lotte añade una coda epistolar interesante, pero no aporta ninguna solución. El texto no ha generado una coherencia interna que permita a los lectores aceptar que Werther nos relate en un capítulo póstumo su suicidio y su posterior inhumación. Goethe recurre a un editor más omnisciente de lo debido para tomar el relevo de la narración y ultimar la historia.

El suicidio de Werther no consiste, a mi juicio, en una simple despedida brusca, fruto de un arrebato. Pienso también que es interpretable más allá de su posible efecto punitivo sobre la mujer que rechazó los deseos fervientes del enamorado. Lo cierto es que Werther se descerraja un tiro con una de las pistolas prestadas por el marido de Lotte. Se las pidió con un pretexto, por medio de un criado; el cual le contará a su vuelta que las armas se las entregó Lotte después de haberles quitado ella misma el polvo. A ojos de Werther, el gesto implica una instigación. Aún más, una condena, como si le dijeran: hala, mátate de una vez y déjanos tranquilos. Lo enterrarán sin ceremonia religiosa, fuera del camposanto, como correspondía a los suicidas, sin más honor que el de recibir sepultura en el lugar que él había elegido.

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