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Columna
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Dulces horas del ayer

Con el tiempo ha quedado atrás la costumbre de rendir homenaje a antiguas leyendas del cine

Hace 25 años el Festival de Cannes decidió rendir homenaje a la legendaria estrella Marlene Dietrich. Se editó un bonito cartel y se organizó un sarao en su honor… al que finalmente ella no acudió, ya que se murió dos días antes del anunciado evento con algo más de noventa años. Hubo entonces mucha guasa porque era el festival de San Sebastián al que se le había adjudicado el sambenito de mataestrellas… “¿Quién será este año el suicida que acepte el premio Donostia?”, escribió un afamado y malintencionado gacetillero. Jack Lemmon y Billy Wilder, por ejemplo parece que se negaron en su momento a visitar San Sebastián por esa cretina superstición, y terminaron muriéndose tras visitar otros festivales más saludables.

Con el tiempo ha quedado atrás la costumbre de rendir homenaje a antiguas leyendas del cine, hasta el punto de que hoy en día muchísimos jóvenes no saben de quién se habla cuando se refiere uno a ellas aunque casi a diario ahora vemos en las teles españolas películas con Conchita Montenegro, Antoñita Colomé, Jorge Mistral, Juan Calvo, Armando Calvo, Raquel Rodrigo, José Luis Ozores, Imperio Argentina, José Orjas, Pepe Isbert… estrellas que en su día paraban la circulación de las calles y atraían a masas de admiradores que los consideraban como miembros de sus propias familias. Muchos de ellos triunfaron en diversas partes del mundo, Hollywood incluido, cosa que ahora parece no haber ocurrido nunca, porque entre nosotros, no sólo los del cine, la gente no muere, sino que desaparece. Claro que la imagen permanece viva para siempre.

Es cierto que de vez en cuando se habla de ellos en alguna televisión –robando información de Wikipedia – y se les dedican algunas imágenes conmemorativas, pero en el polo opuesto de lo que hace la televisión de Hollywood con los suyos, a los que dedica programas homenaje como Hollywoood Remembers, que abren el apetito por ver su obra y saber más de ellos. En España, en términos de cultura popular preferimos gastarnos un pastizal en oleos de ministros a los que nadie recordaría de otra forma. Y que ni aun así habrá dios que los añore.

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