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puro teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dieciséis gatos chinos dicen adiós

Àlex Rigola ha vuelto al Lliure para montar por primera vez un Chéjov, el desolado 'Ivànov', con gran verdad y gran reparto

Marcos Ordóñez
Una escena de 'Ivanov', en versión de Àlex Rigola.
Una escena de 'Ivanov', en versión de Àlex Rigola.beigott

Del Ivanov de Chéjov, escrito en 10 días a los 27 años, casi un modelo para armar sus obras posteriores, recordaré dos versiones libérrimas pero con la intensidad de un perfume acre y sabiamente destilado: la conmovedora de Pep Tosar y Albert Tola en el Maldà (Molts records per a Ivànov, 2009) y esta reinvención breve e intensa (la tarde del pasado sábado, cuando la vi, duró una hora y cuarto), muy cercana al naturalismo reconcentrado de Veronese, con la que Àlex Rigola ha vuelto al Lliure, a la sala grande pero acotada y “en pasillo” para ganar intimidad. La versión es chejoviana por los cuatro costados, aunque ahora no sucede en Rusia ni en el XIX. Los actores se llaman por sus nombres y visten de calle. Y el texto está podado, pero muy bien podado: va al hueso, a lo esencial.

Arranca con un partido de fútbol, para calentar motores y abrir con uno de los juegos a los que se entregan los personajes con tal de huir de la desesperanza y el tedio, para pasar esa vida que se les ha convertido en un largo invierno. Hace un instante era verano, pero eso queda muy lejos, sobre todo para Ivanov (Joan Carreras), que exhala una melancolía arrasadora, nacida del asco de sí mismo. Está en sus ojos, en su cuerpo de adolescente fatigado. Carreras, magistral, lo interpreta como un cruce entre Alceste y Roquentin con acentos barojianos, un tipo que se detesta por la culpa de su inacción, al que se le han acabado las pilas y no sabe ni cómo ni por qué. Ivanov es un antihéroe radical y un egoísta monstruoso: su esposa, Anna Petrovna, se está muriendo, él ha dejado de quererla y no puede soportarlo. Tiene una segunda oportunidad con Sacha, pero le cierra la puerta. Hace pensar en aquella frase de Pascal: “Es injusto que alguien se vincule a mí: defraudaré a quienes provoque ese deseo, pues no soy el fin de nadie y no tengo con qué satisfacerles”. O en el arranque del tango Confesión, de Discépolo: “Fue a conciencia pura / que perdí tu amor / nada más que por salvarte…”.

Hay despojamiento, frescura, claridad a la hora de mostrar heridas, intensidad hasta en los momentos de tedio, como pedía Chéjov

Anna es Sara Espígul. Una mujer fuerte, lúcida, que sufre pero apenas se queja. Precioso personaje y precioso trabajo. Hablando de canciones, me vuelve el momento en que Espígul susurra todo su dolor cantando Under Pressure, de Queen. Y su rostro, como el de una madre recibiendo el escupitajo brutal de un hijo enrabietado: “¡Muérete de una vez!”.

Sacha, la hija de los Lébedev, la adolescente que quiere rescatar a Ivanov y darle una vida nueva, es Vicky Luengo, a la que “descubrí” en El juego del amor y del azar de Flotats. Allí ya destacaba, y desde entonces ha crecido en delicadeza y aplomo: está muy cerca de la Nina enamorada de La gaviota, y sus escenas con Carreras funcionan admirablemente. Chabelski, conde y tío de Ivanov, es Pep Cruz, que lo interpreta como un perdedor burlón y amargo, un Ivanov futuro que ha aprendido a sobrellevarse, a soñar con un objetivo muy lejano: París, por ejemplo.

Lébedev y Zinaida, los padres de Sacha, son Andreu Benito (preciso, afinadísimo) y Sandra Monclús (seca, con mirada de halcón, clavando siempre sus comentarios). Babakina, eterna invitada en el salón de los Lébedev, es Àgata Roca, qué gusto volver a verla, lástima que sea con un papel muy pequeño, pero borda cada intervención, especialmente en esa turbadora escena, entre la sensualidad y la degradación, cuando Chabelski y Borkin la acosan como dos zorros a una cierva. Borkin es Pau Roca. Un bufón turbio y cínico, como el Tersites de Troilo y Crésida. Inevitable pensar también (no es una comparación: es un eco, una hermandad) en el Soleràs de Incerta glòria, al que encarnó a las órdenes de Rigola hará un par de temporadas. Nao Albet interpreta un doble papel, o uno solo con dos caras: es el médico Lvov, implacable en sus diagnósticos, convencido de su superioridad moral, pero que Albet dibuja sin hacerlo odioso, con la elegancia aristocrática de un ruso blanco, y al mismo tiempo es un juglar que, con guitarra eléctrica y acústica, canta desde el comienzo impecables subrayados (Rocky Raccoon, Like a Rolling Stone, Psycho Killer, Wild Thing) o bombea tensión instrumental marcando el ritmo como un bajo continuo, una tormenta acercándose.

El espectáculo tiene una naturalidad extrema y al mismo tiempo muy estilizada, y cuando toca echar la carne en el asador ahí está, ardiente y con sangre. Hay despojamiento, frescura (la pasmosa exhibición de yoyó de Andreu Benito), claridad a la hora de mostrar heridas, intensidad hasta en los momentos de tedio, como pedía Chéjov: coincido con Andreu Gomila, de Time Out, que lo compara con el Rigola de Maridos y mujeres.

Retengo tres imágenes: la máscara de goma que se calza Ivanov para machacarse a puñetazos, el cañón que dispara un chorro de confeti dorado no les diré cuando y los 16 gatos chinos alineados en el escenario, para una última fiesta de cumpleaños, diciendo adiós con la patita.

No se lo pierdan. Y que gire, por favor.

‘Ivànov’, de Chéjov. Versión y dirección: Àlex Rigola. Intérpretes: Joan Carreras, Sara Espígul, Vicky Luengo, Nao Albet y otros. Teatre Lliure (Barcelona). Hasta el 28 de mayo.

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