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TRIBUNA LIBRE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y al cabo nada os debo

La posteridad, que era el último refugio de los escritores fracasados en vida, ha perdido su prestigio porque hoy todo es presente

Manuel Vilas
Carlos Barral, J. M. Caballero Bonald, Luis Marquesán, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Juan Ferrater, junto a la tumba de Machado en 1959.
Carlos Barral, J. M. Caballero Bonald, Luis Marquesán, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Juan Ferrater, junto a la tumba de Machado en 1959. Cortesía Yvonne Hortet

La gloria literaria ya no es lo que era. La posteridad, que había sido el último refugio o apelación de los escritores fracasados en vida, y también un mito de la historia literaria originada en los inicios del siglo XIX, ha perdido su prestigio. Ya no importa la posteridad porque el mundo se ha instalado en el presente veloz. J.G. Ballard fue un visionario cuando dijo aquello de “creo en la inexistencia del pasado”. Nunca, como ahora, habíamos comprobado en nuestras carnes una obviedad cartesiana como que, en efecto, el pasado no existe. La posteridad confirmaba la importancia de unos libros y desacreditaba a otros. Era un sistema de justicia universal, un valor seguro de enjuiciamiento de la literatura, porque la literatura asumió como propio el reino de la inestabilidad en los juicios, cosa que la ha alejado de la ciencia y la aleja de casi todo. Sí, la posteridad era el Tribunal Supremo de la Literatura, el sitio desde el que se accedía al significado definitivo de la “palabra en el tiempo” y desde el que se construía el canon. Procedemos de una tradición cultural que ha llamado “literatura” a la supervivencia y memoria de los libros escritos a lo largo de la historia. No los libros que cosecharon éxito en el día de su aparición pública, sino los libros que han sabido pervivir. Pero todo está en movimiento. Y la pervivencia ya no es valor deseable. Sólo el éxito es deseable. Y el éxito ha de ser inmediato, absoluto, y simultáneo a la aparición de la obra.

La misma interrogación que se hacía David Trueba en la excelente serie de televisión “¿qué fue de Jorge Sanz?” podemos situarla en la literatura y preguntar, por ejemplo, “¿qué fue de Juan Benet?”. Es, en todo caso, una interrogación que abre el sentido de las cosas una vez que ya no rige el presente. Las nuevas tecnologías, los descubrimientos científicos y la aceleración económica de la realidad han cambiado nuestra percepción del pasado histórico. Entre un escritor del siglo XVI y un escritor del siglo XIX, a pesar de que entre ellos medien trescientos años, puede caber menos distancia que entre un escritor de mediados del siglo XX y uno de este 2017. Un procesador de textos como el Word o una conexión Wifi o un muro de Facebook han sido tan revolucionarios para la evolución de la escritura, y por tanto de la literatura, como la aparición del Surrealismo en la Europa de principios del siglo XX.

¿Por qué leer a un escritor muerto si puedo leer a un vivo, quien además tiene una cuenta en Facebook y puedo escribirle y con suerte me contesta?

El gran enigma al que nos enfrentamos es el de la velocidad. Y es el que pone en riesgo la lectura. Porque el lugar de la literatura, por muy solemnes que nos pongamos, se origina en el humilde acto de leer. Leer libros es un proceso lento. Leer es el acatamiento del viejo orden de la realidad: el orden de la sintaxis, de la gramática. Aparece el sujeto y hay que esperar a la llegada del verbo y de los complementos para la construcción de un sentido lingüístico. La lectura es espera. La realidad, sin embargo, no actúa así. La realidad es simultánea; y la lectura, es decir, la literatura, no lo es. La crisis de la lectura ocurre en un mundo que ha hecho de la velocidad una forma despiadada y fascinante de conocimiento. La crisis de la literatura no tiene nada que ver con que vivamos tiempos incultos y despreciables. La literatura es un acto de lectura, de gramática, es lineal y temporal. Leer es lento, porque la gramática es lenta. La realidad tecnológica ocurre a trescientos por hora. Y la lectura va a ochenta. La lectura es una tecnología oxidada. Sin embargo, moralmente la literatura va a trescientos. Necesitaríamos leer a la velocidad de nuestro tiempo. O poder leer libros de manera simultánea. Mientras pierdes horas y horas leyendo una novela interesante, el mundo ya está gestando otra novela que te vas a perder a no ser que te des prisa. Al fin y al cabo, seguimos leyendo a la misma velocidad que leía Platón.

Hay una fuerte melancolía que procede de la desaparición de la memoria literaria. Incluso los Premios Nobel sufren esa oxidación melancólica: ¿Quién lee hoy a Vicente Aleixandre? Pocos, sin duda. Pueden resistir los nombres en todo caso, pero no la relectura de sus libros. Incluso un poeta importante por su influencia posterior, como fue Luis Cernuda, se está desintegrando en el siglo XXI. Y qué decir de aquel aparente blindaje contra el olvido que fue la Generación del 27. La construcción de generaciones en la historia de la literatura española tenía esa función, la del blindaje pedagógico contra la desmemoria, pero eso ya no funciona. El canon ya no se construye sobre el pasado, sino sobre el presente. El canon histórico de la literatura ha periclitado. Incluso podríamos hablar, usando de manera torticera a Hannah Arendt, de la banalidad del canon histórico, porque el interés solo está en el presente. ¿Quién lee hoy de forma apasionada a Gerardo Diego, o a Jorge Guillén? Y todos sabemos que en literatura sin pasión no hay nada. Parecen poetas reservados exclusivamente a la lectura en el ámbito universitario; es decir, poetas que viven en burbujas académicas. Los escritores muertos ya no emiten los susurros de antes, o si los emiten los vivos ya no quieren oírlos. ¿Por qué leer a un escritor muerto si puedo leer a un vivo, quien además tiene una cuenta en Facebook y puedo escribirle y con suerte me contesta? El inexistente Ministerio de Cultura español, en un alarde de vanguardia tecnológica, tendría que administrar cuentas de Facebook y de Twitter para los escritores muertos. La muerte es el último fastidio de la literatura. Cuentas de Facebook con un Pío Baroja o un Juan Benet virtuales, que pudieran seguir entre los vivos, y contestar a sus lectores desde sofisticados programas informáticos que reprodujeran de manera interactiva la sustancia de su pensamiento.

El primer tiro en la frente que se dio a la historia de la literatura española provino de la enseñanza secundaria. Allí se “desconfiguró” la idea nacional de nuestra literatura.

Antonio Machado encontró una fórmula hermosa a la hora de demandar premio por la obra escrita, una forma que mezclaba el desdén amable con la amargura y que da título a este artículo. Machado en el verso alejandrino “y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito” reclamaba el pago por la obra, porque era consciente de que un escritor contribuye a enriquecer la vida pública de un país, de ahí la deuda. Esa deuda que en España siempre se saldaba con un puesto ilustre en la historia literaria ¿Pero qué ha pasado con la historia literaria? Porque el mismo concepto de historia se está agrietando y el mundo ha decidido apostar por un presente continuo, donde el pasado no es reverenciado sino simplemente olvidado por viejo y obsoleto y por inexistente. Hay una larga lista de escritores españoles muertos cuya vigencia es “líquida”. Camilo José Cela, Torrente Ballester, Francisco Umbral, García Hortelano, Francisco Ayala, Martín Santos, Matute, Buero Vallejo, pero también Azorín, Unamuno, etc, deberían ocupar un lugar de honor en aquello que se llamó “historia de la literatura española”. Pero esa historia ya es un fantasma para la mayoría de la gente.

El primer tiro en la frente que se dio a la historia de la literatura española provino de la enseñanza secundaria. Allí se “desconfiguró” la idea nacional de nuestra literatura. Todas las representaciones literarias de España, especialmente las de la llamada Generación del 98, devienen en algo incomprensible para los jóvenes de hoy, que heredan un país, por un lado, económicamente globalizado, y por otro, atomizado en mil administraciones educativas con ideas pintorescas de lo que tiene que ser la enseñanza de la literatura. Los escritores españoles en activo pocas veces han mostrado curiosidad por saber qué se estudia en los institutos. Se sorprenderían mucho. La idea de una España descompuesta en su unidad política ha tenido sus consecuencias en una falta de credibilidad de la historia de la literatura que emanaba de la unidad política. Aquel lugar en el que guardar a los ilustres de nuestra literatura, que era la historia, se ha desvanecido. La apelación a España que se hace desde las mejores páginas de Quevedo, Moratín, Larra, Galdós, Pardo Bazán, Valle-Inclán, Antonio Machado, Unamuno, pero también Luis Cernuda, o Jaime Gil de Biedma, se convertía en una apelación sin presente, en una apelación a un escenario político y moral desaparecido. Es decir, en la apelación de un fantasma. Eso no ha ocurrido con otras literaturas, como la francesa o la estadounidense. Esta última, además, ha sabido hacer de la historia nacional un acontecimiento universal.

A todo esto, hay que añadir que la pervivencia de los escritores muertos ha de plegarse a las exigencias de las nuevas formas de la memoria, que son las que ha creado la cultura Pop. El escritor ha de fabricar adornos constantes a su obra. Hay que generar añadiduras iconográficas. La literatura española necesitó una Guerra Civil para labrarse una mitología de trascendencia universal. Los escritores muertos necesitan adornarse con mitos para alcanzar al lector del presente, esa es una influencia de la cultura Pop. Las fotos de Kafka son como las de Elvis Presley: inconfundibles. La vida de Rimbaud, la de Edgar Allan Poe, la de Kerouac, la de Hemingway, se convirtieron en leyendas emocionantes. Con las leyendas la literatura se crece. Tal vez algo de todo esto ya alimentó una pesadilla de Luis Cernuda, cuando escribió aquellos versos que dicen: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?/Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable”.

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