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Café Perec
Columna
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El otro Vicente Rojo

El pintor, sobrino del último jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, protagoniza el nuevo libro de Sònia Hernández

Enrique Vila-Matas
Cuadro "Volcán iluminado" de Vicente Rojo, de su colección "Volcanes construidos" (2004).
Cuadro "Volcán iluminado" de Vicente Rojo, de su colección "Volcanes construidos" (2004).

A pesar de tantos desprecios y destierros y hasta de intentos recientes de retirar su nombre de un teatro de Madrid, el tiempo ha seguido trabajando a favor de Max Aub. La absoluta modernidad de su escritura ha impedido que ésta envejezca. Y este miércoles, sin ir más lejos, el Instituto Cervantes inaugura en Madrid una gran exposición sobre su obra. Entre los admiradores de Aub siempre estuvo Vicente Rojo, que le reconoce como uno de sus maestros. Durante un tiempo en este país, en años aun peores que estos, si uno citaba a Rojo tenía que añadir que era un gran pintor mexicano (nacido en Barcelona), sobrino del general Rojo, último jefe del Estado Mayor del Ejército republicano. Por fortuna, ya quedó atrás la infame desinformación sobre quien en México revolucionara tanto la pintura como el diseño gráfico de los libros, y hoy es visto por muchos como uno de los grandes artistas contemporáneos. Así le ve sin duda Sònia Hernández, que ha escrito una bella y enigmática narración, El hombre que se creía Vicente Rojo (Acantilado), donde el pintor aparece de un modo indirecto, envuelto en una historia que plantea el conflicto entre realidad e impostura y en la que se entrecruzan diversas formas de exilio y soledad.

Alguien dice ser el pintor. Y no tardan en surgir zonas de sombra y duda que acaban dando un hondo sentido a la ficción de Hernández. De refilón, en la trama, se cuela Max Aub. No en vano, el verdadero Vicente Rojo, en su Diario abierto, dio un vuelco a una famosa invención de Aub y presentó a éste como una creación del pintor catalán Jusep Torres Campalans, precisamente el personaje que inventó Aub en un teatro de apariencias que parece relacionado con el relato de Hernández, donde la narradora, que dice ser una periodista que carga con una pesimista hija de quince años, conoce un día a alguien que dice ser Rojo. A partir de ahí, todo cambia, porque ella cree ver en el pintor un oportuno referente moral y estético, así como la posibilidad de ampliar los restringidos límites en los que se mueve su vida y que le hacen ver que siempre es ahora, siempre es esto, nunca es entonces y allá.

Para el supuesto Rojo, es obvio que el ser humano sobrevive a la muerte, aunque bajo otras formas, ya que la materia no se destruye, más bien se desperdiga como el polen, como la niebla que nunca desaparece del todo. Por eso dice que busca obsesivamente en sus obras las formas elementales: círculos, cuadrados, líneas. En esas formas estaría el significado de todo, concluye Rojo, sin ocultar, al decirlo, un cierto deje a lo Campalans, como si se hallara a gusto sintiendo que por momentos es quién cree que podría ser. A la narradora, por su parte, ya le va bien ese juego de máscaras que a ella y él les sumerge en una dimensión más profunda de la realidad. Pero quizás el único huésped de esa dimensión sea una dura paradoja. Porque, coherente con esa idea de la materia indestructible, va ascendiendo un rumor de fondo, una sospecha: el arte sólo es una mota entre tantos universos reales y posibles.

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