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La privacidad está muerta

En su ensayo sobre la libertad de expresión, el escritor británico analiza el fin de nuestro derecho a la intimidad

Timothy Garton Ash
Protestas a favor de la privacidad en Internet ante una comparecencia de Richard Salgado, de Google, en un juicio, en Washington, en 2013.
Protestas a favor de la privacidad en Internet ante una comparecencia de Richard Salgado, de Google, en un juicio, en Washington, en 2013.Win McNamee (Getty Images)

En Internet resulta mucho más sencillo hacer que algo sea público y más difícil que continúe siendo privado. De lo que deduce, como la noche sucede al día, que mientras la mayor oportunidad de cosmópolis reside en compartir públicamente conocimientos, opiniones, imágenes y sonidos, el mayor peligro es la pérdida de intimidad.

Esto sería cierto incluso si Internet estuviese íntegramente gestionada por coros de ángeles, pues las posibilidades de vigilancia que ofrecen las actuales tecnologías de la información y la comunicación llegan mucho más allá que las fantasías más disparatadas de un general de la Stasi. La mayoría llevamos voluntariamente con nosotros dispositivos electrónicos de rastreo. Se los conoce como «teléfonos móviles». Si se recopilan todos los datos y los denominados metadatos de nuestro correo electrónico, llamadas de teléfono móvil, búsquedas en la red, otros aparatos que envían datos como la nevera y el contador de la calefacción central inteligentes, así como los diminutos transmisores de radiofrecuencia de las cosas que usamos, por no mencionar el análisis para reconocimiento facial de lo que graban las cámaras de vigilancia y de las fotos publicadas en línea, un observador puede saber mucho más de nosotros que un ornitólogo que sigue a una bandada de pájaros con transmisores. Ahora todos somos palomas con transmisor.

"La privacidad ha muerto: no hay nada que ustedes, diminutos ratones puedan hacer al respecto”

Timothy Garton Ash

Pero esta tecnología no se concibe a sí misma. La información personal aterradoramente detallada que recoge es tan susceptible de ser analizada con técnicas de «minería de datos» y de ser cotejada porque así ha sido concebida. De haber sido concebida por ángeles pendientes de nuestra intimidad individual en vez de los beneficios empresariales o los intereses gubernamentales, sería diferente. Pero Internet no está en dulces brazos de ángeles. Es gestionado y explotado por empresas y, en una medida variable pero siempre significativa, controlado por los gobiernos, que también tienen acceso. Ambas formas de poder, la privada y la pública, constituyen una amenaza para la intimidad; su combinación, P2, es la mayor de todas las amenazas. Esta es la lección que acertadamente se extrajo de las revelaciones de Edward Snowden de que las autoridades estadounidenses y británicas habían obligado legalmente a las empresas de telecomunicaciones e Internet a compartir datos con ellas y habían intervenido ilegalmente sus cables.

«La vigilancia es el modelo de negocio de Internet —dice el experto en seguridad Bruce Scheneier—. Nosotros construimos sistemas que espían a las personas a cambio de servicios. Las corporaciones lo llaman marketing». Schneier nos compara con arrendatarios agrícolas en las grandes fincas de Google o Facebook. La renta que pagamos son nuestros datos personales, que ellos utilizan para personalizar la publicidad. Cuanto más aumente la capacidad técnica de recopilar «macrodatos», más sabrán de nosotros los que Jaron Lanier llama «imperios espías/ publicitarios» y, en este sentido elemental, menos intimidad tendremos.

Mucho depende, pues, de cómo aborden la cuestión estos gatos grandes. «La privacidad ha muerto. Asúmanlo»: como sucede con tantas citas famosas, al parecer Scott McNealy, a la sazón presidente de Sun Microsystems, no respondió exactamente esto a una pregunta sobre privacidad a fines del siglo pasado. Según la mejor fuente que tenemos, lo que dijo fue: «De todos modos no tienen nada de privacidad. Asúmanlo». Pero hay motivos para que algunas frases, a menudo en una versión con más gancho que la original, se vuelvan proverbiales. El comentario de McNealy resume a la perfección tanto un enunciado empírico como una actitud. La privacidad ha muerto: no hay nada que ustedes, diminutos ratones, puedan hacer al respecto. Y «asúmanlo»: háganse hombres, no tienen nada que temer excepto sus temores. Cuanto más nos adentramos en el siglo XXI, más personas cuestionan ese enunciado y esa actitud. Mientras escribo, se están produciendo movilizaciones políticas y cívicas para «recuperar nuestra privacidad». Los ratones están en marcha.

Empresas como Google muestran agudas contradicciones en torno a estas cuestiones. David Drummond, durante mucho tiempo asesor jurídico principal de Google, distingue entre el valor para Google y el valor de Google. La libertad de expresión, mantiene, es tanto un valor para Google (esto es, ayuda a su negocio) como un valor de Google (lo que él denomina un «valor central de Google»). No puede decirse lo mismo de la privacidad. Como hemos visto, Google gana la mayor parte de su dinero recopilando información privada acerca de nosotros y vendiéndonos luego a otros como consumidores potenciales, supuestamente anónimos. «Necesitamos luchar por nuestra privacidad», escribe Eric Schmidt, coautor del libro El futuro digital, en apariencia ignorando que a muchos les parecerá como si el diablo declarase que tenemos que luchar por nuestra salvación. Para ayudar a lanzar nuestro proyecto de investigación de Oxford, yo intervine en un acto organizado por Google, en el espíritu del «rincón del orador» de Hyde Park, en la Puerta de Brandenburgo de Berlín. Cuando acabé, alguien en la multitud me espetó: «¡Pero si la mayor amenaza para la libertad de expresión es Google!».

¿Tenía aquel hombre razón? ¿Supone Google una amenaza para la libertad de expresión o sólo para la intimidad? ¿O es la misma libertad de expresión la que amenaza la intimidad? ¿Qué relación hay entre ambas? En buena parte de la doctrina jurídica, esto se analiza como un intento de equilibrar una balanza: en uno de los platillos, cuánta libertad de expresión, sobre qué personas y en qué circunstancias; en el otro, cuánta privacidad para ellas. Esto se hace formalmente en los tribunales europeos, en los cuales los jueces sopesan de un lado los derechos de libertad de expresión de los ciudadanos particulares según el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, y de otro sus derechos de privacidad según el artículo 8. Y nosotros mismos podemos decir: «Sí, en tal o cual circunstancia subordino mis derechos de libertad de expresión a mi exigencia de intimidad».

Sin embargo, la privacidad es también una condición de la libertad de expresión. Para ser más preciso: esa condición consiste en la posibilidad de escoger qué información debe ser privada y, después, de confiar en que esa decisión sea respetada. Como sabe todo aquel que haya vivido en un Estado policial, cuando temes que alguien esté escuchando todo el rato, te muerdes la lengua. Ya no dices lo que piensas. Recuerdo a mis amigos disidentes de Europa Oriental en sus cocinas, escribiendo mensajes crípticos en pedazos de papel para sortear los micrófonos de la policía secreta. En una ocasión alguien me pidió que memorizase un mensaje que había escrito en un papel de fumar que después se tragó. Ella se comió sus palabras. El periodista ruso Vladímir Pozner observa mordaz que el único sitio en que uno puede disfrutar de una total libertad de expresión es «en el váter». Pero bajo un Sadam Husein, un Kim Il Sung, Kim Jong Il o Kim Jong Un, las personas temen decir lo que de verdad piensan incluso allí, en lo que en inglés se solía llamar privy (literalmente, «privado»).

Traducción de Araceli Maira Benítez

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