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arte

Versalles en el ‘down-town’

La Bienal del Whitney, la más importante de América, reúne por primera vez en su sede del Meatpacking District las obras de 63 artistas y colectivos

Instalación de Jessi Reaves 'Ottoman with Parked Chairs'.
Instalación de Jessi Reaves 'Ottoman with Parked Chairs'.

Como el infierno, el camino de los museos en Manhattan está lleno de buenas intenciones. Desde el norte, con las pinacotecas privadas o semiprivadas, gabinetes de curiosidades y vanidades, hasta el sur, con la nueva riverside en su poco interesante y voraz carrera gentrificadora, el arte impuesto al público norteamericano se ha convertido en un instrumento de la fantasía del cambio social. Nunca había sido tan palpable como en esta 78ª Bienal del Whitney, inaugurada hace pocos días en su nuevo edificio del Meatpacking District y lista para difundir los ciclones sociopolíticos, las presiones y las turbulencias del mercado del arte con la naturalidad de un parte meteorológico.

Debe de ser cierto ese concepto de la teoría del caos llamado “efecto mariposa”, porque mientras el Metropolitan Museum exhibe en su sala rotonda una de las exposiciones más extraordinarias y perfectas de los últimos años, Seurat’s Circus Sideshow (la parada circense de Seurat) —conmovedor ensayo visual del enigmático óleo pintado por Georges Pierre Seurat en 1889 con los estudios sobre el color realizados por sus coetáneos—, el leve y sutil aleteo del inventor del puntillismo viaja ahora, huracanado, al nuevo Versalles del downtown, ese Circo del Arte Emergente donde todo es escenografía y poder, un edén envuelto en seda y con la violencia racial, la misoginia, los efectos del capitalismo y el poder emancipador de minorías y desplazados arropados con todo lujo y voluptuosidad. Así, no debe extrañarnos que el principal patrocinador de la bienal de arte más importante y longeva del continente americano sea la firma Tiffany, con su boutique de la Quinta Avenida a un tiro de piedra de la Torre Trump, acordonada y vigilada día y noche por decenas de policías como si fuera el Pentágono.

En esta edición hay mucha pintura; mayoría de artistas de origen latino, afroamericano y asiático, e igual número de hombres y mujeres

Los jóvenes comisarios Christopher Y. Lew (de 36 años) y Mia ­Locks (de 34) han seleccionado entre los 63 participantes y colectivos de artistas a cinco autores para diseñar las joyas de una lujosa edición limitada que se exhibirá y venderá en esta bienal. Harold Méndez, de padres mexicano-colombianos, aporta una máscara de muerte precolombina, para la cual usó plata fina de Tiffany soldada en un molde con relieves y una pátina iridiscente. Parece la descripción de una subasta de joyas en el Grand Palais. Pero ya ha quedado claro que en este Whitney el mazo pega fuerte y seco. Ajay Kurian ha creado un tarjetero de plata que hace referencia a las élites del poder y a su “apretón de manos secreto”. La feminista defensora de los derechos de la comunidad queer Carrie Moyer ofrece un colgante con maternales formas punteadas. Sarah Hughes pinta a mano unas jarras de porcelana con paisajes de ensueño, y Raúl de Nieves graba en una caja de plata esterlina la figura de dos personas que traen un niño a la vida. Este artista, de origen mexicano, firma también una de las instalaciones más impactantes y cuyo efecto podría resumir lo mejor de esta bienal: el uso teatral del edificio de Renzo Piano, más extrovertido que el de Breuer. La monumental vidriera de De Nieves puede verse desde la calle, junto a sus esculturas empelucadas y animales “à lo Koons” que viven en naturalezas idílicas similares a las de las iglesias medievales. El kitsch radical. El sentido de este mural, como el de prácticamente todas las piezas incluidas en el evento, consiste en gran medida en la lucha del arte más comprometido por alcanzar el mismo nivel del Gran Arte Oficial con las mismas armas, a saber: publicidad, poder de los dealers y reconocimiento de la crítica, en unos momentos en que el apoyo a las humanidades está sufriendo drásticos recortes desde Washington.

Pacific Red II, de Larry Bell. 
Pacific Red II, de Larry Bell. 

Lo que entra en cuestión aquí no es el contenido político de las obras. Todo arte es político, incluso el que no lo es. El asunto es si puede el mal arte, esté o no firmado por las jóvenes brillantes promesas nacidas del multiculturalismo, reclamar su espacio en el canon. A su favor se podría argumentar que los museos están llenos de arte banal o mediocre. Y en efecto, en eso consiste la igualdad: la basura blanca huele igual de mal que la negra. Margaret Thatcher no lo pudo dejar más claro: el día en que una mujer incompetente llegue al poder habremos conseguido la igualdad. Por desgracia, la apódosis sigue sin cumplirse.

En esta edición hay mucha pintura; mayoría de artistas de origen latino, afroamericano y asiático, e igual número de hombres y mujeres, desde la octogenaria Jo Baer hasta las más jóvenes, como Dana Schutz, cuya controvertida pintura Open Casket recuerda el episodio del adolescente Emmett Till, torturado y linchado por dos blancos en Misuri en 1955. La fotografía en la que se basa la pintura muestra la cara del joven de color desfigurada y fue publicada en la prensa de la época por expreso deseo de la madre. La obra ha sido objeto de polémica en esta bienal, hasta el punto de que comisarios y artistas han pedido su destrucción argumentando que “espectaculariza la violencia contra la población de color”.

Polémicas aparte, hay dos autoras que merece la pena seguir: la iraní Tala Madani (1981), con las pinturas y el vídeo Sex Education by God, y las telas de la californiana Frances Stark (1967), que reproducen páginas del ensayo del músico punk Svenonius Censorship Now!!, en uno de cuyos párrafos leemos: “El reino cultural ha sido castrado e incluso es cómplice en las oscuras operaciones del Estado”. Una invitación a ver esta bienal de nuevo.

78ª Bienal del Whitney. Whitney Museum of American Art. 99 Gansevoort Street. Nueva York. Hasta el 11 de junio.

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